Con Gaitán
Nuestro entusiasmo crecía de punto al expresarnos los representantes de los estudiantes colombianos, la posibilidad de que Gaitán inaugurara nuestro Congreso en la Plaza de Cundinamarca, con un acto multitudinario el mismo día que se inaugurara la Conferencia de Cancilleres.
Para conocer a Gaitán, y para hacerle la invitación formalmente, los estudiantes me invitaron a visitarlo en su despacho, a donde yo me trasladé –no recuerdo exactamente la calle–. Nos recibió en su oficina el día 7 de abril, nos entrevistamos con él; nos trató con gran amabilidad, nos habló con simpatía de lo que estábamos haciendo. Nos entregó distintos folletos contentivos de sus discursos, entre ellos una preciosa pieza oratoria: ‘Oración por la paz’, que pronunciara en semanas pasadas recientes, después de un gigantesco desfile de masas, en protesta contra los asesinatos que se venían cometiendo en todo el país contra sus partidarios.
Leí aquel discurso con sumo interés, lo cual junto a las noticias sobre la fuerza de su movimiento, el triunfo absolutamente mayoritario obtenido en elecciones parlamentarias recientes, la magnitud de sus actos de masas y la simpatía de lo que estábamos haciendo. Nos entregó distintos folletos contentivos de sus ideas. Lo que proponía aquel hombre, me convenció de que representaba en aquel entonces una fuerza realmente progresista en Colombia, y que su triunfo sobre la oligarquía estaba descontado.
Nos invitó a reunirnos otra vez dos días después a las dos de la tarde: tres horas, precisamente, después de su trágico e incalificable asesinato. Gaitán no solamente tenía un enorme arraigo entre las masas; tenía también grandes simpatías en el propio ejército de Colombia. Allí estaba surgiendo considerablemente un factor por aquellos días: era su defensa de un teniente del ejército, que al parecer en un acto de defensa propia había dado muerte a un policía (o algo por el estilo: un funcionario o a un policía, no recuerdo exactamente bien).
Como este oficial tenía antecedentes liberales, y al parecer la situación política estaba influyendo en el proceso, el juicio se convirtió en un acontecimiento de gran trascendencia. Gaitán era un abogado defensor; las audiencias eran transmitidas por radio y escuchadas virtualmente en todos los cuarteles de la República. Invitados por los estudiantes asistimos a una de las sesiones del juicio de Gaitán, con extraordinaria habilidad, defendía tanto desde el punto de vista penal como político al acusado, que se había convertido en algo así como un Dreyfus de los militares.
No es de extrañar, pues, que la oligarquía colombiana, en medio de una ola de sangre, fraguara el asesinato de aquel formidable adversario al que realmente temían.
El 9 de abril de 1948. El día 9 de abril salimos nosotros del hotel donde hoy nos hospedábamos a recorrer la ciudad ante de almorzar, y en espera de la entrevista que tendríamos por la tarde. Eran como las once de la mañana aproximadamente cuando gentes como enloquecidas comenzaron a correr por las calles repletas de público, gritando con ojos de indescriptible asombro: ‘¡Mataron a Gaitán¡ ¡Mataron a Gaitán!’ Y así la noticia se esparció como un reguero de pólvora por toda la ciudad.
Apenas en cuestión de minutos comenzó a producirse de una manera espontánea, porque aquello no lo podía ni fraguar ni organizar nadie, una extraordinaria agitación. Se creó un estado de cólera indescriptible. Yo me encaminé por una de las calles hacia la Plaza que está frente al Capitolio, donde precisamente se celebraba la Conferencia de Cancilleres, custodiado por un cordón de policías vestidos de azul, con la bayoneta calada. La muchedumbre concentrada en el parque se aproximaba al cordón de policías que ante el impacto que le produjo aquel movimiento se deshizo en mil pedazos, penetrando el pueblo en el Capitolio sede de la Conferencia, en el que veían tal vez un símbolo que les recordaba un poder odiado.
En aquellos momentos yo, en el medio del parque, contemplaba lo que estaba sucediendo. Pero muy pronto también la gente comenzó a destruir las farolas eléctricas: piedras y cristales saltaban por doquier. Alguien desde un balcón trataba de hablar; nadie lo escuchaba ni habría podido escucharlo.
Pronto me di cuenta que aquello que estaba desarrollándose no conducía a nada. Las vidrieras de los establecimientos comenzaban a ser destruidas; no se sabía cómo se iba a encauzar todo aquello, pero era evidente que una insurrección popular estaba en marcha.
De insurrecciones populares de aquellas características, yo no conocía más que las impresiones que en mi imaginación habían dejado los relatos de la toma de la Bastilla, y los toques a rebato de los Comités revolucionarlos de París llamando al pueblo en los días más gloriosos de la Revolución. Pero allí en aquel instante nadie dirigía.
Decidí dirigirme a la casa donde residían dos compañeros más de la Delegación. Al atravesar una de las calles vi la primera manifestación de algo que parecía canalizado en alguna dirección: era una enorme muchedumbre, algo así como una interminable procesión, que no sé –y dudo que alguien sepa– cómo se formó, y que avanzaba hacia una estación de policía, que estaba a varias cuadras de allí. En aquella muchedumbre me enrolé; no sabía qué iba a ocurrir cuando alcanzara la estación de policía.
A las armas
Decenas de hombres con fusiles apostados en las azoteas, pero nadie disparaba. Llegamos a la entrada y las puertas se franquearon. Cientos de personas se lanzaron dentro buscando desesperadamente armas, y aunque yo estaba entre los primeros solo pude alcanzar una escopeta de gases lacrimógenos. Con ella y varias cananas de bala de ese tipo –que me imaginaba pudieran servir para algo– subí a la planta alta a tratar, si era posible, de encontrar más equipo, sobre todo algún equipo de campaña o algún arma mejor. Entré en una de las habitaciones; había allí un grupo, que después comprendí que eran oficiales completamente desmoralizados y acobardados.
Les pregunté si tenían armas o ropa de campaña, ropa militar; y, por cierto, no se me podrá olvidar que habiéndome sentado en una de las camas en disposición de ponerme unas botas militares, uno de aquellos oficiales, en medio de aquel caos, no se le ocurrió otra cosa que gritarme lleno de preocupación: ‘¡Mis boticas no! ¡Mis boticas no!’
Salí al fin con unas botas, un capote militar y una gorra sin visera. Mientras tanto, un tiroteo descomunal tenía lugar en el patio. Bajé, y eran los primeros hombres del pueblo, armados probando sus armas al aire. En medio del patio un oficial armado de un fusil trataba de formar una escuadra, en medio de un gran desorden. Yo me arrimé allí y también formé en la escuadra.
Cuando aquel oficial me vio con tantas cananas y la escopeta de gases lacrimógenos, se dirigió a mí, y al parecer en realidad porque tenía muchos deseos de marcharse más que otra cosa, me dijo: ‘¿Qué vas a hacer con todo esto? Mira, mejor dámelo y yo te entrego el fusil este’. Para recibirlo, en medio de mucha gente que quería armas, tuve que forcejear duramente. Y así tuve al fin un fusil con 16 balas. Salí del edificio y ya estaba en marcha de nuevo la multitud, armada de mil maneras distintas: unos con fusiles, otros con machetes, otros con hierros. Y aparentemente se dirigía hacia el Palacio presidencial. Varias esquinas más adelante, se entabla un tiroteo; la muchedumbre, instintivamente, retrocede, pero a los pocos segundos como un resorte vuelve de nuevo a avanzar.
En estas circunstancias ocurren las cosas más inverosímiles. Llego a la esquina donde se había producido el tiroteo, me encuentro a dos hombres armados de fusiles en una de las esquinas, parando a la gente, desviándolas hacia otra dirección, diciendo que solo pasaran los militares. Creyendo que eran dos revolucionarios, yo me puse a ayudarlos también. Después llegué casi a la convicción de que en realidad no eran revolucionarios sino dos soldados que allí estaban –algo inconcebible e inexplicable– en un intento de poner un poco de orden dentro de aquella confusión. Aún hoy no estoy seguro si realmente eran revolucionarios o eran soldados.
Desorden
Al tratar de indagar qué ocurría, me informaron que desde un colegio, una universidad católica, habían disparado sobre la multitud y se había originado un tiroteo. Debo confesar que en aquellos tiempos yo –habiéndome educado durante muchos años en un colegio religioso– me mostraba incrédulo, no podía imaginarme a los sacerdotes disparando desde aquel edificio contra la gente. Y aún no puedo afirmar a ciencia cierta lo que ocurrió, si efectivamente se disparó o no se disparó, o si algunos militares o civiles de la oligarquía dispararon desde allí. Es lo cierto que mientras yo observaba en medio de la esquina alguien bruscamente me apartó hacia una pared. Días más tarde, sin embargo, llegue a la conclusión –vistas todas las cosas que pude observar– de que en Colombia hay sectores del clero lo suficientemente reaccionarios como para disparar sin vacilación contra el pueblo.
Grupos de estudiantes en carros altoparlantes, con los cadáveres de sus primeros compañeros muertos colocados en el techo, arengaban a la muchedumbre.
Después que yo salí, que se produce el tiroteo, estoy en la esquina, salto para una pared, voy a la otra esquina, allí veo los primeros carros altoparlantes. Grupos de estudiantes aparecieron: pude identificar entre aquella gente a algunos estudiantes, me reuní con ellos y comenzaron a llegar noticias de que una estación de radio, que estaba en manos de los estudiantes, estaba siendo atacada por el ejército y necesitaban refuerzos. Alguien propuso que nos dirigiéramos hacia allá, y allí nos dirigimos.
Cruzamos por varias calles y acertamos a pasar, entre otros, frente al edificio del Ministerio de Guerra; por la calle contraria a la que íbamos nosotros, marchaba un tanque y una compañía de soldados con cascos; no disparaban y qué actitud tenían. Llegaron a una gran plaza que está en las cercanías del edificio del Ministerio de Guerra; venían en dirección opuesta.
En ese momento éramos un grupo de seis o siete. Como medida de precaución nos situamos a la expectativa detrás de unos bancos del parque; mas el tanque y los soldados pasaron, haciéndonos caso omiso. Cruzamos la calle y nos paramos frente al Ministerio de Guerra. En aquel momento, aparentemente, el ejército vacilaba, en una actitud expectante ante los acontecimientos. Recuerdo que dejándome llevar por el entusiasmo me paré en un banco, les dirigí la palabra y les hice una arenga a los soldados que estaban enfrente. Y después continuamos hacia el sitio donde se decía que estaban siendo atacados los estudiantes. Todo esto en medio de una gran confusión.
Deambulando. Cuando estábamos llegando al final de la cuadra se escucharon algunos disparos, y era que desde el Ministerio de Guerra habían salido algunos soldados a perseguirnos a nosotros. Casi no nos dimos cuenta. Ocupamos un ómnibus y nos dirigimos hacia la zona donde estaba la estación. Éramos como siete, pero con tres fusiles nada más.
Llegamos a una ancha avenida, se paró la guagua en una esquina, y los tres que teníamos fusiles avanzamos hacia la avenida. Y a unas dos manzanas de nosotros estaba todo un grupo de caballería, que era quien estaba atacando la estación. Prácticamente barrieron la avenida aquella a tiros. Nosotros nos defendimos detrás de unos bancos de aquella avenida; y cuando tuvimos una oportunidad nos retiramos otra vez hacia la calle, donde estaba la guagua. Entonces, decidimos ir la Universidad para ver si había algo organizado, para tratar de informarnos si había algo en la Universidad.
Llegamos a la Ciudad Universitaria e igualmente nos encontramos un gran caos allí: nada organizado en ninguna dirección, aunque muchos estudiantes desarmados, agitados, y allí surgió la idea de salir hacia una estación de policía. Salimos hacia la estación de policía, aquella fuerza seguía contando únicamente con tres fusiles. Cuando llegamos a la estación de policía que íbamos supuestamente a tomar, estaba afortunadamente tomada ya.
Y entonces allí hice el primer contacto con lo que parecía ser embrión de organización y de dirección en gestación, porque a la estación llegó un comandante de Policía, que estaba tratando de agrupar a las fuerzas revolucionarias que habían ocupado todas las estaciones de policía y estaban integradas por gente del pueblo y muchos policías. Hablé con él rápidamente, le expuse algunas ideas acerca de la necesidad de organizar, que si quería estaba dispuesto a ayudarlo; el hombre aceptó muy gustoso. Me invitó a ir en el jeep de él a visitar la jefatura del Partido Liberal en el centro de la ciudad.
Atravesamos la ciudad en medio de aquel caos, donde no se sabía quién era el enemigo y quién no lo era, y llegamos a la jefatura del Partido Liberal. En la jefatura del Partido Liberal, por lo que hoy recuerdo, había algunos hombres tratando de vertebrar la organización, pero me alentaba la idea de que al fin toda aquella fuerza que surgió de manera espontánea se pudiera organizar, tuve esperanza de que eso llegara a cristalizar, se veían ya los primeros síntomas. No puedo hacerme un juicio de aquellos hombres que vi allí. Entró en un despacho el comandante, salió otra vez, y volvió a la estación de policía donde habíamos partido. De allí se decidió a ir nuevamente a la jefatura del Partido Liberal; ya yo lo estaba acompañando; prácticamente me había convertido en un ayudante del jefe de la policía sublevado.
Entonces, ocurrió un incidente que me hace perder el contacto con él. Para ir de nuevo a la ciudad, ya casi oscureciendo, salimos en dos jeeps: el comandante iba en el de adelante y yo en el de atrás; el de adelante se para, se queda el comandante –que era jefe de aquello– sin carro, y del carro donde voy yo no se baja nadie, y yo, en un gesto de indignación, me bajé y le di mi asiento al comandante, que siguió. Conmigo se quedaron dos estudiantes; tratamos de arrancar un automóvil para trasladarnos después de allí. De una puertecita pequeña en una pared larga se abrió la puerta, se vio una gorra y varios fusiles, e intuí en el acto de que eran enemigos. Y al amparo de la oscuridad que dejó un automóvil que pasó rápidamente cruzamos la calle y nos alejamos de aquel sitio sin que nos dispararan. Y después pude saber que el automóvil que se había parado, precisamente, junto a la puerta lateral del Ministerio de Guerra y que el automóvil que estábamos tratando de arrancar pertenecía al Ministro. Dos esquinas más adelante nos encontramos con hombre con fusil ametralladora; era un policía. Nos indicó dónde estaba una estación sublevada también –que resultó ser la Once Estación– y hacía allí nos dirigimos para incorporarnos a aquella fuerza. (No voy a contar que me habían robado la cartera y no tenía ni un centavo).
Era ya de noche; cientos de hombres, la mayor parte militares armados estaban allí en aquella estación, situada en las inmediaciones de la colina que está junto a la ciudad de Bogotá. Allí se hicieron los primeros esfuerzos de organización. Allí me incorporé también a una compañía que se organizó en el patio central y que simplemente lo único que se hizo fue darle una organización formal, sin asignarle ninguna tarea, y situarla en distintas zonas del edificio.
Táctica suicida
Transcurría el tiempo y comenzaron a circular rumores constantes de que el edificio iba a ser atacado por el ejército. Entonces, yo comprendía la inutilidad, lo suicida de aquella táctica, de aquella actitud pasiva y estrictamente defensiva. Pedí una entrevista con el jefe de la estación aquella, le dije que yo era cubano y que por la experiencia nuestra en Cuba siempre que una fuerza cualquiera se había situado en una fortaleza, en circunstancias como esa, había perecido. Recordaba los casos de nuestra experiencia, hechos que habían ocurrido aquí en Atarés y en el Nacional, distintos hechos de armas que había ocurrido aquí. Que con el ambiente que había en el pueblo, que con la fuerza de 500 hombres que había allí por qué no formaba dos columnas, las sacaba a la calle, las dirigía al Palacio presidencial o algún punto estratégico; que por qué no tomaba la ofensiva y sacaba en columnas aquellos hombres a la calle, a tomar posiciones estratégicas; tomar la ofensiva.
Mis consejos, o mis intentos de persuadir a aquel hombre fueron inútiles; recibió con aparente simpatía y agradecimiento lo que decíamos, mas no tomaba ninguna resolución. Volví a tomar mi posición en una de las alas del edificio, en un dormitorio. Recuerdo distintas escenas de aquella noche, que fue una noche desagradable y llena de incertidumbre.
Se repetían incesantes voces de que venían a atacar, se posesionaban las gentes de las ventanas, había un gran nerviosismo, cruzaron varias veces tanques por allí, precisamente frente a la calle, se les hicieron disparos de fusil, más no ocurría nada.
Otra escena que recuerdo era que cerca de una las literas donde yo estaba descansando sentí a un hombre gritando de que estaba siendo golpeado, y era un policía al que le habían descubierto la ropa nueva que les daban precisamente a los adictos al régimen. Intervine, porque me produjo una desagradable impresión que golpearan a aquel hombre que estaba totalmente acobardado. Y así esperé pacientemente toda la noche..
Cuba y Colombia
Hubo un minuto, cuando ya en horas de la madrugada tuve tiempo de detenerme a recapacitar y pensar en la situación, en que estaba convencido de que aquella tropa estaba perdida, que si la atacaban iban a perecer todos, que estaba dirigida de una manera estúpida. Y entonces me planteé un problema de conciencia: si yo debía seguir allí. Pensé en Cuba, en mi familia, en muchas cosas, y me pregunté si yo debía permanecer allí en aquella cosa inútil. Y realmente tuve dudas. Estaba absolutamente desconectado, absolutamente solo en ese momento, ningún cubano conmigo. No me unían más vínculos con el pueblo de Colombia y con aquellos estudiantes que un simple vínculo conceptual, cuestión de conceptos, de ideas. Y, sin embargo, la decisión que tomé fue quedarme, porque me dije: ‘bueno, el pueblo es igual aquí que en Cuba, que en todas partes; aquí como en todas partes el pueblo es víctima de los crímenes, de los atropellos, de las injusticias; aquí como en todas partes la gente sufre, y aquí la gente tiene la razón más absoluta, y por lo tanto me quedo’. Había sido fácil entregarle el fusil a cualquiera de los que estaban desarmados y marcharme. Y me quedé.
Amaneció el día diez. Detrás de nosotros quedaban unas alturas, posiciones muy estratégicas; se seguía esperando el ataque. De nuevo me reuní con el jefe de la estación y lo convencí: era absurdo que aquellas lomas, aquellas posiciones estuvieran completamente abandonadas, que había que defenderlas, porque cualquier ataque realizado desde arriba tenía una ventaja extraordinaria. Y lo persuadí de que me diera una patrulla para defender las posiciones aquellas.
Ya desde la noche anterior miles de gentes de los barrios más pobres de los alrededores de Bogotá se habían dedicado a saquear. Y en medio de aquel caos, de la destrucción y de la muerte, filas interminables de hombres y de mujeres cargaban como hormigas toda clase de objetos, desde armarios, radios, bultos, paquetes de todas las clases, porque es lo cierto, desgraciadamente, y eso fue para mi una gran lección que me ayudó mucho, me orientó mucho cuando la Revolución cubana, a predicar incesantemente, contra eso, aunque sin embargo yo tenía la seguridad de que nuestro pueblo, en circunstancias distintas, con mayor desarrollo político, esas cosas no ocurrirían así.
Y aquella mañana, cuando me dirigí con la patrulla, ocupé posiciones, distribuí a la gente; la ciudad virtualmente estaba ardiendo: humo y fuego por todas partes. Visité algunos bohíos, nos recibieron muy bien, nos dieron vinos y comida que habían conseguido en la ciudad donde se había abastecido todo el mundo. Me dirigí hacia uno de los extremos de aquella franja de colinas para observar los puntos de donde podían proceder las fuerzas que hoy atacaran. Un automóvil se marchaba rápidamente, recuerdo bien que le di el alto; no se detuvo, no quise disparar, pero al hacer un recodo, sentí como que había chocado el carro; corrí, me situé en el recodo, vi la gente que corría; les di el alto, siguieron corriendo y no les quise disparar, aunque pensaba que pudieran ser algunos espías. Después pude informarme con los campesinos de allí que era un individuo que andaba con dos prostitutas. Y así, mientras la ciudad ardía virtualmente y una tragedia increíble se estaba produciendo, ¡un individuo en un automóvil estaba por las afueras de Bogotá divirtiéndose con dos prostitutas!
Aviones. Allí estuve toda la mañana; hacia el mediodía comenzaron a aparecer algunos aviones volando sobre la ciudad. No se sabía todavía cuál era en definitiva la posición del ejército: incluso tuvimos la esperanza de que aquellos aviones estuvieran con la revolución. Después, distintos grupos de militares vestidos con uniformes del ejército, procedentes de la estación de donde nosotros habíamos salido, salían de allí; al preguntarles qué hacían nos dijeron que estaba perdido todo, que ellos se iban. Nosotros tratamos de persuadirlos de que no lo hicieran. Algunos incluso se resistieron, amenazaron con sus fusiles; incluso estuvieron en disposición de disparar contra nosotros. Los dejamos marchar.
Nos acercamos entonces a la estación; mientras nos aproximábamos de nuevo a la estación nos informaron que estaba siendo atacada. Decidimos ir a ayudarlos, al decirnos que estaba siendo atacada desde la ciudad; llegamos: no era cierto, y por el contrario algunas patrullas estaban saliendo de la estación a tomar algunos sitios. Llegó la noche sin que la situación se definiera. Volvimos a concentrarnos allí en la estación, a buscar noticias, a pedir instrucciones.
Empezaron a circular los primeros rumores de que se estaba discutiendo una tregua. En esa situación transcurrió toda la noche, y a la mañana siguiente comunicaron que se había llegado a una solución, que se depusieran las armas. Realmente yo no comprendía lo que estaba pasando; no estaba muy clara aquella situación. Entonces, se anunció por radio el cese del fuego y toda una serie de proclamas radiales. Y ante esa situación, decidí dirigirme al hotel donde había estado parado, en espera de los acontecimientos.
Mientras transitaba hacia el hotel pude presenciar espectáculos verdaderamente dolorosos. Ya cuando regresaba desarmado, vimos a unidades del ejército persiguiendo a los francotiradores en distintas azoteas, cazándolos; grupos de gentes presenciando aquello.
Regresé al hotel. En el hotel habían elementos oligarcas, conservadores; creí que era difícil aquella situación. Me trasladé hacia la casa donde estaban los otros compañeros; allí pensé pasar la noche. Ya eran cerca de las seis de la tarde, hora del toque de queda: faltaban unos veinticinco minutos. El dueño de la casa de huéspedes era un conservador; comenzó a decir horrores de los revolucionarios. Me indigné, le contesté resueltamente, le dije que no tenía ninguna razón. Y en consecuencia el hombre me pidió que no me quedara en la casa, y en una situación muy difícil, faltaban quince minutos para las seis de la tarde, cuando se disparaba contra toda la gente que estuviera en la calle. Disponiendo escasamente de cinco o diez minutos me dirigí hacia el hotel donde estaban algunos de los delegados.
Allí nos encontramos con un delegado argentino que estaba muy asustado. Ya para ese momento habían empezado a circular una serie de falsos infundios de que los cubanos habían organizado aquello, que habían sido vistos cubanos dirigiendo aquella cosa, que era obra de comunistas y de agentes extranjeros, y todas las demás cosas. Cuando aquel delegado argentino, que había ido al Congreso, nos vio, se asustó tremendamente, estaba lleno de pánico, y sin que me explique por qué comenzó a decirme: “¡En qué líos me habéis metido!” Entonces yo le dije: “Bueno, pues, mire: usted ahora nos lleva en el carro” –tenía un carro diplomático–, le exigí que me llevara a la sede de la embajada cubana en un carro diplomático.
Balazos y escape. Por supuesto, ya era después del toque de queda, y gracias al hecho de ir en un carro diplomático pudimos llegar a la sede de la embajada de Cuba. Allí explicamos la situación y fuimos perfectamente atendidos. Recuerdo muy bien: estaba el presidente de la delegación de Cuba, que tuvo una buena actitud y se interesó mucho por nosotros. Después le comuniqué dónde estaban los otros compañeros, dónde había que recogerlos, de lo que a su vez la embajada se encargó.
Otra cosa curiosa: era cónsul de Cuba un señor muy bondadoso y la señora, en cuya casa dormimos, y era de apellido Tabernilla. Nada menos que hermano del Tabernilla que después fue jefe del Ejército de Batista, y del cual –independientemente de la historia bochornosa de los Tabernilla– siempre dejó en mí aquel hombre la impresión de que era una persona bondadosa.
La representación diplomática de Cuba gestionó los medios para que nosotros saliéramos del país. Y en un avión que había ido por aquellos días a recoger unos toros para una lid de toros en La Habana en un viaje de cinco horas. Puedo decir que de las 16 balas, que era todo el parque que yo tuve en aquellos días, que tenía un fusil Mauser, emplee cuatro cuando estaba de patrulla en aquella zona, disparando contra el Ministerio de Guerra que se veía hacia abajo unos ochocientos metros de distancia. Hicimos cuatro disparos la tarde aquella que estuvimos allí. En realidad, es increíble que no nos mataran, verdaderamente increíble que no nos mataran.
Cuando me dijeron que la estación estaba siendo atacada y fui para allá con los pocos hombres que tenía para defenderla, y que en realidad no estaba siendo atacada; habían varias patrullas que entonces se dirigieron a atacar un edificio donde había una serie de “godos” –cómo les decían ellos– atrincherados, y era un edificio de religiosos. Y yo entonces los acompañé de verdad, fui a atacar aquel lugar. No se llegó a atacar, porque ya lo habían tomado, yo no llegué a disparar contra aquel edificio, pero ya la actitud que yo tenía el segundo día era distinta. Sí recuerdo que cuando íbamos avanzando aquellas columnas por las calles hacia aquel edificio donde se habían refugiado elementos reaccionarios de la oligarquía y que estaban atacando, atravesamos la calle, y allí ocurrió una escena que difícilmente no se me olvidará también.
Al atravesar una calle, un niño desgarrado en llanto se acercó a mí y me dijo: “¡Han matado a mí papá!”. Era una súplica que a mí me produjo mucho dolor, posiblemente alguna bala perdida lo había matado, pero fue una de esas cosas de las que dejan una impresión tan dolorosa de la guerra y del sufrimiento del pueblo.
De insurrecciones populares de aquellas características, yo no conocía más que las impresiones que en mi imaginación habían dejado los relatos de la toma de la Bastilla y los toques a rebato de los comités revolucionarios de París, llamando al pueblo en los días más gloriosos de la revolución. Pero en Bogotá, en aquel instante, nadie dirigía.