Una de mis canciones predilectas es esa en la cual el autor pregunta a una rosa por qué llora si es bella, y esta le responde que lo hace por la ausencia de su jardinero, ese al que ella quiere y la abandonó…
La letra sigue contando que la rosa «tenía bellos colores y un perfume embriagador… /Y como no la cuidaron/ se marchitó la flor…». Preciosa parábola del querer y del olvido, claroscuro inevitable de la naturaleza humana y que los cubanos sabemos vivir con particular intensidad.
Hablando de rosas y sentimientos, hay que decir que entre nosotros las flores son notas de una partitura espiritual rica y llena de agudos. Ellas se buscan y compran para ser regaladas en prueba de amor, amistad o recordación. Y entran a la casa para adornar y ponerle el tono al aire.
Aquí donde la fortaleza del alma todo lo atraviesa, tenemos la costumbre y el privilegio de conversar con las flores. Si, por ejemplo, ponemos un lirio en un búcaro -con su sencillez y elegancia sin par- le miramos un rato, como agradeciéndole que sea de tal perfección y pureza.
Infinita fuerza inspira el girasol que gusta de mirar a la luz, aquí donde el astro rey es presencia que todo lo blanquea y calienta sin opacidades.
Y tienen las flores olorosas un sitio especial en algún recodo de nuestra nostalgia: muchos hemos compartido alguna complicidad inolvidable, atizada por la fragancia nocturna de pétalos que, al volverlos a tener cerca, destapan ciertas emociones adormecidas en el cernidor del tiempo.
A nosotros nos parece que las flores calman, que protegen de las malas corrientes, que nos reconcilian con fuerzas evidentes de nuestro mundo, y con otras no tan obvias pero que están ahí y somos capaces de sentir.
En este paisaje insular, creemos que las flores curan, y que abren puertas infinitas a las buenas posibilidades. Por eso es extraño un hogar donde no haya vasos donde poner esa criatura que se coloca tiernamente, o se encaja con resolución, así como se hace con un estandarte de los sueños.