Se veía venir. Las noticias sobre su hospitalización a los 87 años habían generado un clima de triste expectación. Y en la Casa de las Américas, desde la mañana del mismo jueves, habían descolgado los cuadros de los pasillos para montar una nueva expo; cuando en la tarde se supo, la asepsia de las paredes lo dejaba claro: desde ese instante, estábamos más solos.
Desde que en 1964 la Casa lo reconociera entre los más importantes escritores del continente y le dedicara a su novela La mala hora el primero de los Café conversatorios en la biblioteca de la institución, el mito garciamarquiano se asentó en la Isla para no irse jamás. De flores amarillas llenó espacios en la intimidad de los hogares y en las entrelíneas de la política.
“Vivo en Cuba, solo que viajo tanto que estoy poco tiempo aquí”, dijo una vez.
Una foto lo muestre hace algunos años, justo en la Sala Che Guevara de la Casa, cuando se le entregaba a Pablo Milanés la medalla Haydee Santamaría. Volvía así al lugar donde sus novelas y cuentos conocieron, quizá, las cubiertas más entrañables que sus lectores recuerden: bajo el signo estilístico de la Colección Literatura Latinoamericana y Caribeña, el Fondo Editorial Casa reconoce como clásico a Cien años de soledad, con prólogo de Mario Benedetti; era 1968, y la cubierta amarilla expandiría la fiebre del realismo mágico a toda la Isla, y desde “el faro”, a muchísimos lectores de la región. Fue esa la edición que leyeron Ambrosio Fornet, Roberto Fernández Retamar, Eduardo Heras… o al menos, fue esa la que revisaron una y otra vez, la que quizá marcaron, la que usaron para enseñar; posiblemente, la que por estos días vuelvan a leer.
Fue esa la primera edición que me situó en el paredón de fusilamiento. Me costó cinco pesos cubanos en un puesto de libros viejos y la idea fija, casi obsesiva, de engrosar un día la “plantilla” de aquel sitio frente al mar: la Casa, el más hermoso déco de La Habana, adonde todo llegaba primero.
Si solo fuera por la pista de Gabo, habría querido trabajar también en la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio, en la Cinemateca de Cuba. En todos esos sitios, el colombiano fundó. Para quienes de una forma u otra nos dedicamos al cine en este país, García Márquez es el autor de Cómo se cuenta un cuento y La bendita manía de contar –amarillos también–, frutos de los talleres que impartiera en la EICTV el guionista de Tiempo de morir, el debut de Arturo Ripstein (1966), y autor de los motivos literarios que inspiraron Cartas del parque, de Titón (1988); historias que caben –“tienen que caber”– en una cuartilla. Dirigir esos talleres en San Antonio era, decía, su “forma de descansar”.
En Cuba se interesó por procesos de la historia reciente y pasada –incluso, para escribir guiones–, conoció todas las etapas en que puede dividirse el periodo revolucionario y fue, de muchas, un silencioso protagonista en asuntos de alta política. De ese vínculo supo ver en Fidel Castro, quizá por su propia condición de narrador y periodista agudo, una rara virtud para un hombre de gobierno: “la facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas (…) como resultado de un raciocinio arduo y tenaz”. Ni el New York Times pudo evitar, este jueves, hacer alusión al vínculo entre ambos: decenas de referencias del uno sobre el otro pueden hallarse en discursos, entrevistas, cartas; a fin de cuentas, por Gabo sabe el mundo de la más secreta aspiración del político cubano: pararse en una esquina.
Nos conoció como nadie. Y desde ese conocimiento, escribió.
Lo vi por última vez en el Teatro Karl Marx, junto a Alfredo Guevara, en la inauguración del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de ¿2012? No sabíamos entonces que esas dos butacas iban a vaciarse tan pronto, y con ello, una parte importante de la lucidez, la precisión, el sueño. Habrá que pintarles mariposas amarillas, alguna vez.