Colombianos y marfileños nos miramos con prevención en las puertas de entrada y en la tribuna, no sólo por el enfrentamiento deportivo entre nuestras selecciones de fútbol en un mundial, sino por las simplificaciones globales. De parte nuestra estaba latente un despectivo: “miren a los africanitos”. De parte de ellos: “esos son los famosos colombianos”. Pero el fútbol se encarga de derrumbar muros y en la grama del estadio nacional Mané Garrincha de Brasilia dos equipos aparentemente distintos resultaron el reflejo de dos países que encuentran en el fútbol una válvula de escape de su conflictiva realidad. Costa de Marfil vivió dos guerras civiles entre 2005 y 2011 y el peligro sigue latente. Colombia completa medio siglo en guerra. Los dos países afrontan momentos políticos decisivos para saber si volverán a vivir en paz. El motor de todas las violencias en Colombia, el narcotráfico, ya se estableció en ese país, porque es puente entre África y Europa para los traficantes de cocaína, muchos de ellos colombianos.
Las mafias se enquistaron en las dos naciones. Las de la marihuana, en una, y las del marfil de los colmillos de elefantes, en la otra, fueron reemplazadas por carteles de las drogas y del tráfico de armas. Las dos son líderes mundiales en producción de café. También son cacaoteras. La mayoría de los integrantes de la selección Colombia nacieron en zonas de conflicto, lo mismo en el caso de Costa de Marfil. Mientras el Pibe Valderrama y las grandes leyendas del fútbol colombiano planean un partido por la paz del país con motivo de los diálogos entre Gobierno y guerrilla de la Farc, las estrellas marfileñas lideradas por Didier Drogba no olvidan que el fútbol tiene tanto poder como la política.
El goleador histórico de los elefantes lo demostró en 2005, cuando aprovechó la primera clasificación de Costa de Marfil a un mundial, el de Alemania 2006, para arrodillarse con sus compañeros en el camerino e implorar a las partes en plena guerra civil que dialogaran. “Ciudadanos del norte, del sur, del este y el oeste: pedimos de rodillas que se perdonen los unos a los otros. Un gran país como el nuestro no puede rendirse al caos. Abandonen las armas y organicen unas elecciones libres”.
Para que eso se concretara, Drogba aprovechó su elección como Futbolista Africano y el 3 de junio de 2007 logró en Bouaké, la ciudad más grande de Costa de Marfil, lo que parecía imposible. En un partido entre Costa de Marfil y Madagascar, donde los elefantes ganaron 5-0 como nosotros una vez, treinta y cinco mil personas que no presenciaban un partido de su selección desde 2002 vieron también juntos, por primera vez, al presidente del norte y al presidente del sur. Ese acto simbólico sirvió para llevar a las partes a firmar la paz.
Sin embargo la ambición de poder y los rencores llevaron de nuevo al país a la barbarie en 2011. Drogba acudió a la ONU y siguió mediando entre bandos mientras lideraba campañas humanitarias en favor de las víctimas y contra las hambrunas. Mientras jugaba en los mejores clubes de Europa, estaba atento a qué grupo extremista se había tomado Abiyán, la ciudad donde nació. Para él, jugar fútbol no es una forma de enriquecerse, sino de ayudar a su pueblo. Ser futbolista en países como Colombia y Costa de Marfil no es como serlo de Francia o Alemania, ni siquiera de Brasil. Quiérase o no, los jugadores de estas camisetas terminan siendo más que deportistas y su juego se convierte en arma disuasiva como lo fue el rugby en el caso de Sudáfrica gracias a la visión de Nelson Mandela.
¿Tienen los futbolistas de estos países obligaciones con la paz? Unos dirán que sí, otros que no. Lo importante de un partido de estos es conocer a un gran ser humano como Didier Drogba, aplaudido por 40 mil colombianos, que interrogado sobre por qué su fútbol trasciende al plano social, responde: “Sé por lo que estoy luchando, y eso es todo lo que importa”. A la salida del estadio, más allá de quien venció, hubo abrazos entre colombianos y marfileños. Somos más cercanos de lo que parecía.