Es la seriedad en los ojos de un niño. En Wimbledon, donde los jóvenes se levantan como el polen en primavera, nuevos rostros dan pasos al frente anticipando un cambio inevitable. Es el círculo natural del género humano, la veteranía encontrando brotes nuevos que avanzan abriéndose paso. “No me sorprende” espetó Grigor Dimitrov, de apenas 22 años cuando tumbó con contundencia al vigente campeón, Andy Murray, un hombre de la casa, ante los ojos del mayor escenario británico. “Quiero llegar más lejos, no me conformo con esto”, reconoció Bouchard, la canadiense de 20 años que ya ha pisado tres semifinales de Grand Slam en 2014, con absoluta frialdad en un momento que haría dudar a perfiles treintañeros.
En un torneo soñado desde el primer raquetazo, son dosis de futuro administradas en presente. Aceptando la grandeza que se han labrado durante años y remando en la dirección más complicada: no sólo llegar, sino sentirse dueño y señor de lo alcanzado. “Quiero llegar más lejos” subraya Bouchard. “Estoy en mi propia burbuja y no miro nada del exterior”. El gesto es de absoluto convencimiento. Una serenidad que impacta al que lo observa desde apenas unos metros. No hay sonrisas de euforia ni aspavientos por lo alcanzado. Son competidores que se abren paso pronto en una época de campeones añejos.
Wimbledon, que curte mentes privilegiadas con vestigios de adolescencia, va sembrando las semillas de un futuro levantamiento. Se contempla en la convicción de los mensajes, en tenistas enfocados al 100% en sus propios pasos. Se intuye en los resultados, en una edición donde varios favoritos cayeron dejando espacio brotes nuevos. Y se confía por el talento que abre paso a puro golpazo, ganando la experiencia suficiente para convertir en tendencia unos pezpuntes aún aislados.
Álvaro Rama