Tras el interrogatorio, Lula, ya en la calle –pero sin perder la condición de investigado-, con lágrimas en los ojos, acusó a Moro de querer montar un espectáculo político a su consta. “Han querido matar a una jararaca (cobra venenosa de Brasil y Argentina) dándole en la cabeza pero solo le han dado en la cola”, exclamó. Como contrapartida, las fuerzas de la oposición organizaron una manifestación el domingo 13 contra el Gobierno de Dilma Rousseff (ya de por sí muy debilitado por la recesión económica y la falta de apoyo aliado en el Congreso), contra Lula y contra el Partido de los Trabajadores (PT), formación de ambos. Fue la mayor marcha política de la historia democrática de Brasil. Solo en la Avenida Paulista de São Paulo salieron más de 500.000 personas, según el método de medición del diario Folha de S. Paulo. Muchos con pancartas alusivas a la serpiente.
Con el ambiente cada vez más incendiado, tres días después, el miércoles 16 por la mañana, el Gobierno confirmaba que Lula iba a ser nombrado ministro de la Casa Civil (especie de primer ministro) de Dilma Rousseff, es decir, de la mujer que el mismo Lula había designado para sucederle y que había ocupado ese mismo ministerio con él de presidente. Con el estatus de ministro Lula ganaba un grado de inmunidad, pasaba a depender jurídicamente del Tribunal Supremo Federal y escapaba de su enemigo Moro. El Gobierno adujo motivos puramente políticos. “El presidente Lula (Rousseff usó el término protocolario de presidente, revelador de la situación, tan confusa como hilarante) para ayudar”. Los analistas añadían una tercera razón: Rousseff necesita del poder de persuasión, del carisma y del ascendente de Lula para convencer a los partidos aliados de votar en contra de la destitución parlamentaria (impeachment) que la presidenta debe afrontar en las próximas semanas.
A las nueve de la noche de ese miércoles estalló una nueva bomba mediática que colocó al país en un espiral acelerada de la que aún no se ha bajado: el juez Moro divulgó una comprometedora conversación entre Rousseff y Lula, grabada por la policía, que tenía pinchado el teléfono del expresidente, en la que la jefa del Estado, entre otras cosas, decía: “Ahí te mando el papel. Es el acta [de ministro] Úsalo si lo necesitas”. La frase, según los investigadores, solo significa una cosa: si la policía viene a prenderte por orden de Moro (“si lo necesitas”) utiliza el acta. La conversación saltó a todos los telediarios de todas las cadenas, a todas las ediciones digitales de los periódicos, al Facebook de millones de brasileños. Grupos anti-Dilma y anti Lula bloquearon la avenida Paulista, adueñándose de la calle más emblemática de la ciudad, verdadero termómetro político del país.
Al día siguiente, Lula tomó posesión del cargo. Poco después, un juez de Brasilia impugnaba el nombramiento, dejándolo en suspenso. Otros jueces hicieron lo mismo. El Gobierno, noqueado, debilitado hasta el extremo, arrinconado,recurrió ante instancias jurídicas superiores, que le iban dando la razón paulatinamente. Por la tarde, en día lleno de sobresaltos, el Congreso votaba la apertura del proceso de destitución, que en 45 días acabará con Dulma Rousseff si antes ella –o Lula- no consigue reunir los aliados necesarios.
El reloj del juicio político, pues, empieza a correr añadiendo aún más presión a una olla que está a punto de estallar. Mientras tanto, todas las televisiones reproducen sin parar conversaciones privadas de Lula, productos de pinchazos policiales, en las que despotrica contra varias instituciones del país. En una de ellas se refiere al Tribunal Supremo Federal como un grupo de “cobardes”. Los puentes entre Gobierno y jueces saltan por los aires: un magistrado de ese mismo tribunal le responde al día siguiente: “Son palabras propias de mentes autócratas y arrogantes”.
Ese viernes, la avenida Paulista, despejada por la mañana a manguerazos por la policía de los anti-Gobierno, se llena por la tarde de decenas de miles de seguidores de Lula. 95.000, según Folha de S. Paulo. Menos que en la manifestación contraria del anterior domingo. Pero muchos: y formando un piña irreductible en torno a su líder, que no es Dilma Rousseff, sino el de siempre: Lula. Él, con la camisa roja del PT, subido a un estrado en medio de la calle y de la multitud, aseguró que vuelve en son de paz pero advirtió, sumándose al coro de voces que llevaban gritando lo mismo desde hacía varias horas: “No habrá golpe”, es decir, no van a permitir que la presidenta sea destituida por medio de un juicio político en el Congreso.
Solo media hora después de terminar la manifestación se hizo público otro auto judicial, esta vez firmado por un magistrado, precisamente, del Supremo Tribunal Federal, Gilmar Mendes, que volvía a dejar en suspenso –aunque desde una instancia mayor y mucho más importante-, el nombramiento de Lula. En este caso, además, le despojaba de la inmunidad obtenida devolviéndole a las peligrosas manos de Moro. La decisión es recurrible, pero la sentencia definitiva la dictarán los 11 jueces de este tribunal, ésos a los que Lula tildó de cobardes en una de sus desaforadas conversaciones pinchadas.
Mientras tanto, el reloj del impeachment sigue corriendo, imparable, hacia una votación que se celebrará dentro de un mes y medio y que convierte toda acción política en un movimiento calculado de ajedrez en busca del jaque mate. Un activista anti-Gobierno acampado en la Avenida Paulista el jueves de madrugada, alertaba así a sus correligionarios: “Tenemos por delante 45 días decisivos”. Un sindicalista, el viernes, en la misma calle, en la manifestación en apoyo de Lula, dijo a sus compañeros exactamente lo mismo.