Aquello era tremenda aventura. El ajetreo empezaba un poco antes. Primero, mami sacaba del aparador toda la vajilla prohibida. Mientras la limpiaba y envolvía en papel periódico, yo aprovechaba para preguntar y permanecía embelesada con los cuentos de cuando mi abuela se casó o mi bisabuela gallega puso los pies en Guanabacoa.
A cada rato papi se daba un saltico desde el trabajo. Martillaba una puerta por aquí, reforzaba una ventana por allá, apartaba las camas de las ventanas y se subía en el techo a mirar las tejas con cara de pocos amigos y dialogaba con ellas o consigo mismo: «¿Aguantarán?». Antes de salir advertía con tono apocalíptico: «¡Adelanten, recójanlo todo, que este sí viene duro!».
La atmósfera poco rutinaria me ponía eufórica. Claro que yo no tenía nada vital que hacer, salvo asegurarme de que a mis juguetes preferidos no se los llevara el viento y asistir a mi hermana en la tarea de poner los libros a buen recaudo.
¿No podemos quedarnos adentro del closet? —pregunté una vez, emocionada—. Aquí hay espacio hasta para guardar la comida… Nadie me hizo caso. En esa época no había un mundo más fascinante que el de adentro de mi closet, pero mi familia no parecía coincidir.
Protegidos quedaban los adornos, los muebles. El televisor y el refrigerador se iban a la casa de la vecina con un tiempo de antelación prudencial.
El resto de la jornada antes de la hora cero —entiéndase el azote directo del huracán sobre nuestras cabezas— transcurría con la incógnita de en qué momento se iría la luz, mi insistencia en comerme antes de tiempo algo de las provisiones, y el rostro compungido de mi mamá cada vez que en el radio el locutor decía con tono agónico: «¡Alarma ciclónica, alarma ciclónica!».
Cuando se sabía ya que el monstruo pasaría por encima de nosotros, recogíamos los bártulos, cerrábamos la puerta e íbamos para la casa de al lado, a reunirnos con el televisor y el refrigerador.
Siempre fui curiosa. Estar en una casa ajena, con vecinos muy buenos, me encantaba. Yo disfrutaba la noche de acampada, las anécdotas a la luz de un farol y las galletas. Los adultos vigilaban por la ventana si nuestras tejas se iban o no se iban. Ellos estaban aterrorizados; yo encontraba un espectáculo sin igual en el movimiento acompasado de mi techo, el vaivén del poste de la esquina, el sonido amenazador de las ráfagas y la calma aparente del ojo.
Al día siguiente, sin mayores perjuicios que lamentar —por suerte— se recogían las hojas de los árboles, se cortaban las ramas y la agitación duraba otro par de días o una semana, en lo que regresaba la electricidad, recolectaban la basura y al fin podíamos tomar agua fría.
Así viví de pequeña algunos ciclones, incluso los que en el último momento se desviaban, dejándome la desilusión.
Entonces no sabía de casas derrumbadas, albergues, pérdidas de vidas y recursos. La inocencia me protegía del temor y la desgracia.
Hoy tenemos un techo anticiclón, no debemos autoevacuarnos, pero mi mamá se sigue asustando con el parte meteorológico. Y yo con ella. Por eso cruzamos los dedos y decimos siempre: «¡Llévatelo, viento de agua!»