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La pregunta que sirve de título a este texto es quizás la más común de las que se realizan si se reúnen profesores, artistas, científicos, en fin, habitantes de la mayor de las Antillas cuando hablan de cultura.
La música, incluso la instrumental, por concretar su “realización” cuando se escucha o baila, es quizá la más polémica de las artes. Hasta Mozart sufrió que tacharan de vulgares u obscenas algunas de sus piezas que hoy son clásicas.
A Faustino Oramas, El Guayabero, en mi Holguín natal, no pocos intelectuales lo miraban por encima del hombro, por calificar sus interpretaciones de chabacanas. Hoy a ese negro alto y nervudo, se le considera un maestro del doble sentido y su pueblo blanco, donde lamentablemente subsisten rezagos racistas, le rinde todos los honores.
Con tales ejemplos intento decir que la respuesta a la pregunta inicial resulta muy difícil de formular. En este sentido algunos buenos vientos soplan a favor: en los debates preparatorios del VIII Congreso de la UNEAC, ejecutivos de la radio y la televisión aseguraron que no existe ninguna lista de prohibiciones en cuanto a la difusión de los artistas. Eso está muy bien porque hay intérpretes —no voy a decir nombres— que sólo son populares en nuestro país porque un día alguien decidió que transmitirlos era dañino.
En su reestructuración la radio deberá descentralizar las emisoras, incluso las provinciales, para que cada una diseñe su perfil, atendiendo a diversos objetivos y las necesidades de los distintos territorios, sobre la base del respeto a la política cultural instaurada. Así los grupos musicales “del interior” tendrán en su emisora municipal y provincial el primer escalón para promoverse, siempre que su trabajo esté signado por la calidad, proceso violentado o inexistente en estos tiempos.
Ahora bien, lustros atrás la mayor responsabilidad sobre la promoción musical la tenían los medios de difusión masiva, pero hoy no es así. Los medios, por supuesto, están llamados —y en el caso de nuestra sociedad, obligados— a difundir valores culturales, especialmente en la música.
Pero ahí entra uno de los problemas, ¿quién decide lo que se difunde o no? Si el director del programa es el responsable absoluto, ¿acaso no pesará su gusto, que puede ser muy bueno pero tal vez no todo lo diverso que se necesita?
Soñemos que tenemos una televisión y una radio con programas exquisitos, con toda la diversidad musical requerida y con calidad, que los directores son las personas idóneas para cada espacio y que los ejecutivos son expertos en una censura tipo rabo de nube: se lleva lo malo y potencia lo bueno. ¿Aun con este escenario, se lograría en un lapso corto de tiempo crear un gusto musical culto? Sabemos que en la Cuba de hoy no es posible, como en ningún otro país.
Eso que se llama globalización invade todos los lugares del planeta, ya sea por la televisión o por internet. Y los números con mejor mercadotecnia, no necesariamente buenos, son los que se imponen en uno u otro lado del planeta.
Orlando Cruzata, el director del programa Lucas, me comentaba hace un tiempo de un videoclip que ocupaba el primer lugar en el Lucasnómetro y nunca se había transmitido por la televisión ni la radio. Este fenómeno es muy complejo y al decir del especialista Rafael Valdés “estamos de espaldas al mercado de la música, al hecho de que existe una oferta y una demanda agregada y que los medios se han quedado atrás en la posibilidad de ofertar lo nuevo y lo exclusivo”.
Eso nuevo o exclusivo se encuentra en muchas veces You Tube o en cualquier esquina donde se expenden música y audiovisuales, difundidos a través de las redes digitales internacionales. De ahí que el último tema de cualquier grupo puede escucharse hoy en Miami y mañana en La Habana. Igual en este momento se puede dar a conocer una canción de pésimo gusto en Madrid y dos horas después se está vendiendo, por ejemplo, en un quiosco de la calle Línea en la capital cubana.
Este mercado totalmente catalizado por el desarrollo tecnológico, decide que muchos músicos —no sólo regguetoneros — no estén interesados en la promoción de su música a través de la radio o la televisión. Su música (si lo es) se comercia en cada esquina y cualquiera la puede subir a internet, sin que intervenga institución alguna.
Para Rafael Valdés el mercado podría regularse y así lograr que lo mejor de la música cubana sea lo que recorra las diversas pistas del ciberespacio. En este sentido es categórico al decir que “la vulgaridad existe porque no se ha educado el consumo de la población, al no ofrecer distinción entre la buena y mala música, lo que no se puede hacer ajeno a la oferta y demanda, y a la línea metodológica de lo que el mercado requiere”.
A pesar de las diferentes fórmulas que se podrían aplicar lo cierto es que la invasión de la “no música” es muy difícil de controlar porque son múltiples los canales por donde se promueve; ya quedaron rebasados los medios de comunicación tradicionales y las instituciones relacionadas con la promoción musical, los cuales están obligados ante esta situación a rediseñar sus estrategias para lograr influir de manera positiva en los procesos de recepción y asimilación de los distintos géneros musicales y así volver a encauzar la comunicación con sus públicos.
Sobre lo anterior el maestro Roberto Varela, tiempo atrás, ponía un ejemplo que ilustra la manera en que se han diversificado los actores que inciden en la promoción de la música en el entorno cubano: “el recorrido de los ómnibus puede ser bastante largo, y desde que se inventaron los autobuses muchas personas los aprovechaban para leer. Ahora es imposible. Usted tiene que escuchar los ruidos (a veces la música) que le gustan al chofer, no importa si al viajante le duele la cabeza, una muela, si va para el médico o si acaba de salir de la funeraria donde veló a un ser querido. Quienes montamos en el ómnibus no tenemos derecho a un poco de tranquilidad, y lo más terrible sucede si viajan cuatro o cinco seguidores del gusto del chofer, que harán un coro para llenar mucho más el espacio, que debe ser colectivo en todo, hasta en la recepción del sonido”.
Ciertamente debemos tener en cuenta la época y la sucesión de generaciones, con todos los cambios que ello supone en los procesos de recepción y asimilación de los productos culturales. Hoy la situación socioeconómica en Cuba no es igual a la de 30 años atrás. Con razón el Doctor Joaquín Borges Triana dice que “en Cuba no se hacen estudios de música popular desde los distintos saberes que proporcionan las ciencias sociales: la comunicación, el periodismo, la filosofía, la sociología, la lingüística; no se acercan a la música para analizar su relación con la sociedad.”
Las investigaciones son vitales para entender el entorno y las causas que provocan el surgimiento y posterior sedimentación de determinados ritmos musicales: quizá la trayectoria del reggaetón hubiera sido distinta de haber atendido este fenómeno como se debía 15 años atrás (¡y no todas sus piezas son malas!). En la actualidad ese ritmo que arrebata a una buena parte de los jóvenes deviene chivo expiatorio para tildar de frivolidad o mal gusto el acto de escucharlo, cuando hay guarachas, baladas y boleros, cuyos textos llegan a ser tan vulgares como los que promueve esa música.
Es una situación –y no sólo de Cuba- que se necesita cambiar. En ella intervienen todas las instancias que median la difusión musical, como los ministerios de Cultura, por supuesto, de Turismo y de Comercio. A la radio y la televisión les toca jerarquizar, pero ¡cuidado! que con la intención de poner lo mejor a veces puede excluirse lo bueno y novedoso, porque quizá se trate de una canción irreverente o un intérprete poco convencional a la hora de vestir.
(Tomado de La Jiribilla)