En 1917, la promesa que traía Lenin bajo el brazo al regresar de su exilio, “Pan, paz, tierra”, resonó en el cuerpo de una sociedad hambreada y castigada por la muerte y la enfermedad. Mientras el régimen zarista se descascaraba, la posibilidad de fundar una sociedad nueva, justa y libre sólo pudo aparecer en el horizonte de las posibilidades reales en el marco de la devastación humana que implicó la Primera Guerra Mundial. Algunos años después, la promesa proletaria declinó en una dictadura que en nombre de la teoría marxista, que expresaba la liberación de las clases explotadas, terminó explotando a quienes decía defender, y de forma tan cruel como el enemigo que decía combatir. Una promesa de libertad que paradójicamente inauguró el advenimiento de su contrario. La cultura del asesinato, ampliamente extendida durante el siglo XX en los estados modernos de todas las latitudes, alcanzó su paroxismo en el lager nazi y el gulag soviético. Es cierto. Pero, entre las ruinas de la derrotada rebelión bolchevique del 17, en el origen tumultuoso de la Revolución de Octubre, cuando todavía todo estaba por verse, aún resplandecen las chispas de los cambios por venir y fomentar.
Nunca antes el mundo había asistido a una empresa de autoorganización democrática de los ciudadanos comunes de tal dimensión. El soviet es la culminación de un modelo de poder que echaba raíces en la instauración democrática desde las bases, no mediante un decreto o una obligación jurídica, sino en la fábrica y en los espacios mismos de sociabilidad trabajadora. Como señala Álvaro García Linera en uno de los mejores ensayos que componen el libro, la revolución socialista nunca puede ser algo que se imponga desde arriba, a través de una voluntad estatal sofocante que ejerza un comunismo asentado en la imposición; en todo caso, y tal como demuestra la enseñanza de la Revolución rusa y su consigna iniciática, seminal, “Todo el poder a los soviets”, la autoorganización de las unidades de producción bajo mecanismos de deliberación democráticos apunta a la construcción de un poder que se autoinstituye y se despliega en acto. En todo caso, el estado es quien orienta las energías de una multitud que por fin se puso en movimiento y tomó el control de su propia historia.
La hazaña bolchevique fue la materialización de una utopía, el salto nunca imaginado de lo deseable a lo posible. En ciertos momentos, como en San Petersburgo en 1917, la historia parece acelerarse y el tiempo se vuelve denso y concentrado. El tiempo de la aventura, que es el tiempo de la revolución, condensa en un espacio breve la certeza de un cambio radical en el orden de las cosas. En ese sentido, la Revolución rusa corona como ningún otro acontecimiento el descubrimiento fatal del hombre moderno cuando comienza a sentirse dueño de su propio destino y se inclina por intervenir directamente en el curso de los acontecimientos a través de la acción, persiguiendo su fantasía de la sociedad perfecta. En el sentido de la progresividad histórica, la Revolución rusa es también el epítome de la constatación moderna de que el mundo es un lugar horrendo, cruel e injusto que merece ser transformado una y otra vez a través de la acción humana, política, revolucionaria. Porque toda revolución siempre deja una estela de rechazos y aceptaciones: el suelo fértil que inaugura el advenimiento de las sucesivas revueltas. El movimiento es dialéctico, tal vez infinito.
1917: La Revolución rusa cien años después, volumen coordinado por los historiadores Juan Andrade y Fernando Hernández Sánchez, reúne los ensayos de 23 especialistas de diferentes nacionalidades que desde diversas perspectivas evalúan críticamente lo que implicó la Revolución de octubre dentro y fuera de Rusia. Dividido en cuatro bloques temáticos, el libro comienza con el estudio de los antecedentes y el contexto inmediatamente previo a la revolución, con sus debates teóricos y el posicionamiento de las expresiones que el socialismo encarnaba en los demás países europeos. Hacia fines del siglo XIX, luego del fracaso de la Comuna de Paris en 1871, los partidos socialistas se habían inclinado por la vía reformista y participaban en la actividad sindical y como partidos en la disputa electoral. Con sus máximos referentes exiliados tras el fracaso del alzamiento de 1905, nada hacía pensar que una revolución proletaria podía desencadenarse en la Rusia zarista.
La revuelta comenzó el 8 de marzo, cuando una manifestación de mujeres tomó las calles de San Petersburgo pidiendo pan y que sus hermanos, hijos, padres y maridos vuelvan del frente de batalla. Los bolcheviques, que encabezados por Lenin y Trotsky alcanzarían el poder algunos meses más tarde, establecieron desde el comienzo una propuesta emancipadora con respecto al rol de la mujer y la familia bajo la nueva sociedad proletaria. Wendy Goldman analiza aquellos promisorios esfuerzos, cuyas consignas eran la emancipación del poder patriarcal, la defensa del amor libre, la socialización de las tareas domésticas y la legalización del aborto gratuito y sin restricciones, entre otras. Rosa Ferré, por su parte, describe el efervescente mapa artístico durante la Rusia revolucionaria en el periodo que se extiende entre 1917 y 1932, del ímpetu inicial de las vanguardias y su acompañamiento en la experimentación a la imposición de un modelo único de cultura bajo la dictadura de Stalin, el famoso realismo socialista. La Revolución rusa se caracterizó desde el inicio por su iconoclasia: las multitudes se lanzaban a destruir los símbolos y valores del régimen zarista mientras el partido bolchevique propugnaba un nuevo modelo de arte proletario. Mayakovski anunciaba por aquellos años: “¡Es hora de que las balas decoren las paredes de los museos!”. Con el ascenso de Stalin, después de la experimentación formal suscitada durante aquellos primeros años de revolución –momento que tampoco estuvo exento de fricciones internas entre las diferentes corrientes que se disputaban encarnar artísticamente el movimiento bolchevique– se transforma en una persecución feroz que implica la ejecución de importantes artistas de la etapa anterior (como Meyerhold) y el exilio de tantos otros.
La segunda parte del libro está destinada a repasar el efecto multiplicador y seminal de la epopeya rusa en el resto del mundo; sobre todo en España durante y después de la Guerra Civil, pero también en América Latina y Estados Unidos. Serge Wolikow analiza la extensión del fenómeno a través de Europa bajo la consigna imperiosa del movimiento comunista internacional sobre la necesidad de globalizar la revolución y combatir la socialdemocracia en Europa y el resto del mundo. Es la historia de la Komintern, Internacional Comunista fundada por Lenin en 1919 sobre la esperanza latente de una revolución proletaria a escala planetaria. Aurora Bosch, por su parte, analiza la influencia de la revolución en los Estados Unidos, en su política exterior en el marco de la Guerra Fría y la persecución interna que sufrieron todos aquellos que podían ser considerados miembros de la “amenaza roja”.
El tercer bloque de ensayos hace hincapié en la deriva totalitaria del experimento soviético, su declive y esterilización bajo el despotismo industrialista de Stalin. Por último, esta constelación de trabajos, heterogéneos y fundamentados que ofrecen una visión múltiple sobre un fenómeno casi inabarcable, culmina con algunas reflexiones valiosas –de Álvaro Garcia Linera y Enzo Traverso– sobre el legado de la Revolución rusa y su supervivencia actual en los movimientos emancipatorios de todo el mundo. Y sobre la importancia de revitalizar su herencia contestataria frente a la actual restauración neoconservadora a escala mundial.