El primer Foro Mundial del Pensamiento Crítico, celebrado en Buenos Aires por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) entre el 19 y el 21 del pasado mes de noviembre, me propuso un reto sorprendente: explicar la igualdad al 1% más rico del mundo. Hacer tal explicación ante ocho mil personas es casi una provocación. Pero no eludí el desafío. Como he escrito, la fórmula del 1% contra el 99% no la inventó el movimiento de los indignados de 2011. Está en las páginas finales del diario de Lev Tolstói de 1910. La actualidad de esta fórmula está menos en la figura de Tolstói que en las condiciones actuales del capitalismo mundial, atravesado por desigualdades entre ricos y pobres que tienen muchas similitudes con las de hace cien años. Ante el reto, decidí comenzar por deconstruir la pregunta. Era una vieja pregunta, una pregunta típica del siglo XX. En primer lugar, en el siglo XXI, y después de todas las victorias de los movimientos feministas y antirracistas, sería más correcto explicar no la igualdad, sino la diferencia. La igualdad no existe sin ausencia de discriminación, es decir, sin el reconocimiento de diferencias sin jerarquías entre ellas (hombre/mujer, blanco/negro, heterosexual/homosexual, religioso/ateo). En este año en que celebramos los setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, recuerdo la formulación que he dado al respecto: tenemos el derecho a ser iguales cuando la diferencia nos inferioriza y el derecho a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza.

Un niño recibe una pieza de pan en un establecimiento de la ONG Mercy Bakery, en la localidad yemení de Saná. REUTERS/Mohamed al-Sayaghi
Un niño recibe una pieza de pan en un establecimiento de la ONG Mercy Bakery, en la localidad yemení de Saná. REUTERS/Mohamed al-Sayaghi

En segundo lugar, la pregunta pretendía explicar la igualdad al 1% más rico. ¿No tendría más sentido, o no sería más útil, explicarla al 99% más pobre? Explicar la igualdad al 1 % es como explicar al diablo que Dios es bueno. Si lo intento, tal vez no me entienda; y si me entiende, tal vez me expulse o prohíba escribir sobre el tema. Recordé, a propósito de esto, ese siniestro movimiento de extrema derecha educativo en Brasil, conocido con el engañoso nombre de Escuela sin Partido, que en sus últimos documentos incluye entre los autores prohibidos a Karl Marx, Paulo Freire, Milton Santos, José Saramago y Antonio Gramsci. Recordé también la situación de antiguos estudiantes míos, hoy profesores en universidades brasileñas, que se sienten perseguidos y controlados (e incluso grabados) en sus clases de sociología política y derechos humanos, sospechosos de defender “ideas rojas” o “ideología de género”, la innovación conceptual más reciente de las cloacas autoritarias y neofascistas.

Me pregunté, pues, si no sería más útil y adecuado explicar la igualdad al 99%. Pero ahí quedé suspendido en mi reflexión: ¿sería, al fin y al cabo, necesaria tal explicación? ¿No sabrán ellos mejor que nadie, y con la prueba de todas las arrugas de la vida, qué es la igualdad y qué es la desigualdad? ¿Necesitarán a alguien que se lo explique? El domingo anterior había pasado una buena parte del día en uno de los barrios más pobres y resistentes de Buenos Aires, el barrio Zavaleta, donde un grupo de activistas produce cooperativamente una revista, La Garganta Poderosa, que va siendo conocida en todos los barrios pobres del continente. Allí pude comprobar cómo para ellos y ellas la igualdad se explica fácilmente por la desigualdad que sufren todos los días en los cuerpos y en la vida. Acompañado a distancia por militares (no policía civil) que controlan la comunidad, pude comprobar que no es igualdad cuando unas voluntarias se organizan para recibir donaciones de alimentos y crear un restaurante comunitario donde los jóvenes comen una comida decente al día. Que no es igualdad cuando casi todos los habitantes tienen un joven pariente, amigo, hijo o nieto asesinado por la policía. Que no es igualdad cuando las inundaciones de las últimas semanas impiden que las cloacas improvisadas aguanten y los niños se despiertan con la cama llena de mierda (pido al editor que no censure esta palabra, ya que cualquier otra solo servirá para suavizar la mala conciencia de quien duerme en carritos Chico). Que no es igualdad cuando alguien en coma diabético muere en calles estrechas mientras unos brazos solidarios lo trasladan al lugar donde la ambulancia lo puede recoger. En Zavaleta, la igualdad se explica bien por la desigualdad, por la violencia policial, por la desvalorización de la vida, por la degradación ontológica de quien allí vive.

Pero incluso admitiendo que la explicación tiene sentido, la formulación de la invitación padece aún otro error, un error epistemológico. Presupone que hay un conocimiento específico y el único válido para explicar la igualdad, es decir, el conocimiento científico. Ahora bien, esto no es cierto y, en este caso concreto, es particularmente importante aclararlo. La filosofía eurocéntrica –y las epistemologías del Norte que nacieron de ella y dieron origen a la ciencia moderna– se basa en la contradicción entre defender en abstracto la igualdad universal y, al mismo tiempo, justificar que parte de la humanidad no es plenamente humana y, por tanto, no está contemplada en el concepto de igualdad universal, sea ella constituida por esclavos, mujeres, pueblos indígenas, pueblos afrodescendientes, trabajadores sin derechos, castas inferiores. No es preciso mencionar que John Locke, gran patrono de la igualdad, fue dueño de esclavos; o que la eugenesia, “la ciencia más popular” de inicio del siglo XX, demostraba científicamente la inferioridad de los negros, una ciencia que Hitler estudió atentamente en la prisión mientras preparaba Mein Kampf. Por eso, confiar en que las ciencias nacidas de las epistemologías del Norte expliquen adecuadamente la igualdad es lo mismo que escoger al lobo para cuidar a las ovejas. Una metáfora menos chocante será la de pensar que la “ayuda al desarrollo” realmente ayuda a los países en desarrollo. Al contrario de lo que promete, tal ayuda contribuye no al desarrollo de los países, sino a mantenerlos subdesarrollados y dependientes de los más desarrollados.

Las epistemologías del Sur que he venido defendiendo parten de los conocimientos nacidos en las luchas de aquellos y aquellas que vivieron y viven la desigualdad y la discriminación, y resisten contra ellas. Estos conocimientos permiten tratar la igualdad como denuncia de las desigualdades que oculta o considera irrelevantes para contradecirla. Permiten también tratarla como instrumento de lucha contra la desigualdad y la discriminación. Solo para dar un ejemplo: las epistemologías del Sur permiten reconceptualizar el capital financiero global, verdadero motor de la extrema desigualdad entre pobres y ricos, y entre países ricos y países pobres, como una nueva forma de crimen organizado. Se trata de un crimen contra la propiedad de los trabajadores y de las clases empobrecidas, constituido por varios crímenes-satélite, sean estos el estelionato, el abuso de poder, la corrupción. Solo para dar un ejemplo extremo: un trabajador en Brasil que use tarjeta para comprar a crédito llega a pagar una tasa de interés ¡del 326%! Como dice el economista Ladislau Dowbor, el crédito en Brasil no es estímulo: es extorsión. Su naturaleza criminosa es lo que explica el ejército de abogados a su servicio para defenderse de las múltiples violaciones de las leyes y para cambiar las leyes cuando ello sea necesario. Solo así se explica que en Brasil, según datos de Oxfam, seis personas tengan más patrimonio que la mitad más pobre de la población, y que el 5% más rico posea más que el 95% restante.

Pero el capital financiero global, en su actual configuración, no es solo un crimen contra la propiedad de los más pobres, sino también un crimen contra la vida y contra el medio ambiente. Datos de varias agencias internacionales, incluyendo UNICEF, revelan que las políticas neoliberales de ajuste estructural o de austeridad han conducido a la disminución de la esperanza de vida en África y a la muerte de millones de niños por desnutrición o enfermedades curables. Las mismas políticas han estado ejerciendo una presión enorme sobre los recursos naturales, exigiendo su explotación cada vez más intensiva, con la consecuente expulsión de las poblaciones campesinas e indígenas, la contaminación de las aguas y la desertificación de los territorios. Además, las pocas reglas de protección ambiental conquistadas en las últimas décadas están siendo violadas o anuladas por los gobiernos de derecha. El ejemplo más grotesco hoy es Donald Trump; y mañana lo será ciertamente Jair Bolsonaro. De ese modo, es muy probable que los escenarios más pesimistas señalados por la ONU terminen haciéndose realidad.

A la luz de las epistemologías del Sur, los crímenes cometidos por el capital financiero global serán uno de los principales crímenes de lesa humanidad del futuro. Junto a ellos y articulados con ellos estarán los crímenes ambientales. En el año en que celebramos los setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, recomiendo que comencemos a pensar en la revisión de su redacción (y en un modo totalmente nuevo de participación en tal redacción) para dar cuenta de la nueva criminalidad que en los próximos setenta años continuará impidiendo a la humanidad ser plenamente humana.