La Asamblea Nacional era un espasmo gutural, un interruptus oratorio, hasta ayer. El discurso de Jorge Rodríguez remitió a los momentos estelares del parlamento venezolano, desde Andrés Eloy Blanco en los 40 hasta Domingo Alberto Rangel en los 60, pasando por una pléyade de tribunos, de izquierda y derecha, que mantenían al país pendiente de su verbo.
Sin cometer ningún pecado para pagar semejante penitencia, a mí me tocó padecer a los “oradores” de la AN que feneció ayer, de muerte chacumbélica. Su primer presidente fue Ramos Allup. Yo sufrí su estridencia y sus chillidos en la menguada hora de sus desanillados motores. Luego vino el verbo sin verbo de Borges, a pocos metros de mi pupitre, como si la historia me estuviera cobrando algo. Por si fuera poco, alguien empujó al proscenio a un desconocido diputado, como para que dudáramos si aquello era una tragedia o una comedia. “Diputado Guaidó”, lo presentó en sociedad el secretario. El tipo intervenía, unos lo ignoraban y otros lo aplaudían, pero ni unos ni otros sabían lo que intentaba decir, estupefactos ante aquella capacidad innata para encadenar galimatías y gorgotear cacofonías con la más campante impunidad.
Este martes, por elección del pueblo y mandato constitucional, se instaló la nueva Asamblea Nacional. Su presidente, Jorge Rodríguez, con un discurso respetuoso y de altura, le devolvió la dignidad perdida. Recordó al maestro, el Andrés Eloy Blanco de 1939. Reivindicó la capacidad auditiva que deben tener el parlamento y sus miembros. Escuchar al otro, escuchar al pueblo. Mostró un librito que había sido desterrado de esos espacios: la Constitución Nacional de la República Bolivariana de Venezuela. “El Popol Vuh, el libro de todos”, dijo. Citó con pertinencia el Canto general de Pablo Neruda.
Fue categórico en la defensa del Esequibo, tema sobre el que una vocera del exautoproclamado prohibió hablar para no enojar al Reino Unido. Abrió la AN al diálogo, saludo a los opositores presentes, habló de reconciliación sin amnesia y de perdón sin olvido. Cerró con las palabras del Libertador la tensa víspera de Carabobo, hace 200 años.
Sentado entre dos jóvenes parlamentarios, con mis impenitentes oídos de cronista, escuché a Luis José Marcano decir: “Excelente”. A mi izquierda, Lisett Muñoz exclamó: “¡Impecable!”. El verbo digno volvía al Palacio Federal Legislativo, el discurso de altura, la oratoria sabia, serena, esplendente. Propia de quien, en un poema, entrevió el arcoíris en las alas de una libélula.