En América Latina, el triunfo de la Revolución Cubana influyó profundamente en las conciencias de los más audaces; entendían que amplias perspectivas de liberación se abrían para millones de humildes y desposeídos, cuya lucha podría terminar con la opresión. Y hubo quienes de inmediato se lanzaron al combate guerrillero rural. Sucedió así en Nicaragua, Panamá, Guatemala, Haití, Perú, República Dominicana, Paraguay, Bolivia y Venezuela, mientras en Colombia el gobierno pretendió inútilmente liquidar la sobreviviente insurgencia comunista.
Tomado de la Revista Digital Pensar en Cuba.
Por Alberto Prieto Rozos.
En Cuba, el primero de enero de 1959, contra la tiranía proimperialista de Fulgencio Batista, triunfó la rebeldía armada encabezada por Fidel Castro, cuya vanguardia era el Ejército Rebelde. A partir de ese momento se intervinieron las propiedades malversadas por los antiguos gobernantes. Se rebajaron los alquileres para luego entregar la propiedad de los domicilios a sus inquilinos. Se dictó una ley de Reforma Agraria que expropió los latifundios e hizo surgir, al lado de la pequeña propiedad campesina, cooperativas y granjas estatales. Se transformaron los cuarteles en escuelas. Se fundaron milicias de obreros, campesinos, estudiantes e intelectuales. Se nacionalizaron los bancos y demás compañías extranjeras. Se estatizaron cuatrocientas empresas propiedad de criollos. Se constituyeron en los barrios Comités de Defensa de la Revolución. Y se creó en septiembre de 1960 un Buró de Coordinación de Actividades Revolucionarias, encargado de integrar al ex-insurrecto Movimiento 26 de Julio con el estudiantil Directorio Revolucionario y el proletario Partido Socialista Popular. El conjunto de estas medidas representó un gigantesco paso de avance en la historia de América Latina, pues se demostró que no existían barreras infranqueables para un proceso decidido a llegar a su máximo desarrollo. Todo dependía del sector social que ocupara el poder y de quienes lo dirigiesen.
Proclamado el carácter socialista de la revolución en vísperas de la derrotada invasión mercenaria –abril de 1961– que el imperialismo organizó por Playa Girón, se emitió en febrero de 1962 la trascendental Segunda Declaración de La Habana. Su texto afirmaba que el movimiento de liberación contemporáneo latinoamericano era indetenible. Pero para ello resultaba imprescindible vertebrar el esfuerzo de obreros, campesinos, intelectuales, pequeños burgueses y capas progresistas de la burguesía nacional, sin prejuicios ni divisiones o sectarismos. En dicho movimiento –precisaba– debían luchar juntos desde el viejo militante marxista hasta el católico sincero, así como los elementos avanzados de las fuerzas armadas.
En América Latina, el triunfo de la Revolución Cubana influyó profundamente en las conciencias de los más audaces; entendían que amplias perspectivas de liberación se abrían para millones de humildes y desposeídos, cuya lucha podría terminar con la opresión. Y hubo quienes de inmediato se lanzaron al combate guerrillero rural. Sucedió así en Nicaragua, Panamá, Guatemala, Haití, Perú, República Dominicana, Paraguay, Bolivia y Venezuela, mientras en Colombia el gobierno pretendió inútilmente liquidar la sobreviviente insurgencia comunista. Entonces, en el sub-continente entraron en crisis los acuerdos del VII Congreso de la Tercera Internacional sobre la estrategia de los «Frentes Populares», que por inercia los Partidos Comunistas habían seguido considerando como válidos, a pesar de haber sido disuelta dicha organización en junio de 1943. Quienes rechazaron aquella orientación se sumaron a los partidarios de la lucha armada que se animaba en la región. La disputa entre los simpatizantes de una u otra tendencia pronto se vio agravada por conflictos políticos originados allende los mares; se había producido el cisma chino-soviético, impulsado con vigor por Pekín a partir de 1963, cuando publicara su «Propuesta de Línea General para el Movimiento Comunista Internacional». La médula de la polémica radicaba en que Moscú proponía la «coexistencia pacífica» entre el Este y el Oeste, lo cual implicaba que se aceptara exclusivamente la vía electoral como opción política al interior de los países. En cambio, los «maoístas» brindaban una visión simplificada de las específicas condiciones chinas antes del triunfo socialista en esa enorme república asiática. De ahí que plantearan la necesidad de sostener una «guerra popular prolongada» del campo a la ciudad, en los países subdesarrollados del llamado Tercer Mundo. Entonces en Cuba, con el propósito de analizar cuestiones de tanta trascendencia y complejidad, se convocó en 1964 a la tercera Conferencia de los Partidos Comunistas de América Latina, en la cual se trazó una sinuosa línea conciliatoria entre enemigos y proclives de la lucha guerrillera. Animada por estos, a los tres años en La Habana se celebró la Conferencia de Solidaridad de América Latina –más conocida por las siglas OLAS– a la que asistieron los abanderados del combate armado, ahora engrosados con los partidarios de las guerrillas urbanas en Argentina y Uruguay. En ella se concluyó que en nuestra región existían condiciones socioeconómicas y políticas susceptibles de crear –con el desarrollo de la guerra popular– situaciones revolucionarias, en dependencia de las concepciones ideológicas y capacidades organizativas de las vanguardias. Por su parte, la militancia comunista, atraída por el «maoísmo», se esforzó por escindir dichos partidos, añadiendo casi siempre al nombre de su organización de origen, el término de «marxista-leninista» o alguna variación parecida. Al atribulado panorama de tendencias revolucionarias habría que añadir la del trotskismo, que abordaba la cuestión de la toma del poder de manera nebulosa, aunque se planteara, tal vez para un futuro, la posibilidad de una súbita lucha armada que en breves combates debería triunfar sin realizar alianza alguna con otras fuerzas.
En Chile, el revolucionario programa electoral de la Unidad Popular, con Salvador Allende al frente, proponía el surgimiento de tres áreas de propiedad bien diferenciadas. Una englobaría las empresas estatales existentes, así como todos los monopolios criollos y extranjeros que fuesen nacionalizados, además de las riquezas básicas y el comercio exterior. En otra, operarían los sectores medios de la burguesía y algunas dependencias del Estado. La tercera sería un área por completo privada, destinada a los pequeño-burgueses y cuentapropistas. Además se contemplaba acelerar la reforma agraria, afectando las grandes propiedades particulares con el propósito de establecer sobre ellas formas cooperativas de producción, y a la vez reorganizar a los minifundistas y defender las comunidades indígenas mapuches. Con esos preceptos Allende ocupó la presidencia el 4 de noviembre de 1970. Pero pronto un bloqueo silencioso fue iniciado por Estados Unidos contra Chile, a la vez que en el Congreso Nacional la derecha impedía que se aprobara la ley sobre las tres áreas de la economía, y falsamente acusaba al presidente de querer estatizarlo todo.
Dado que en los comicios parciales de marzo de 1973 la Unidad Popular obtuvo el 44 por ciento de los votos, muchos en el ejército se convencieron de que los procedimientos constitucionales no servirían para detener el proceso de transitar a otra sociedad. Por ello, los más apresurados generales-traidores promovieron que unidades blindadas del regimiento Tacna, llevaran a cabo un intento de golpe militar que resultó fallido. Pero el gobierno insistió en dejar incólume los mandos y estructuras de las fuerzas armadas. Entonces la reacción se sintió segura y pasó a la ofensiva. Hasta que el 11 de septiembre de 1973 se produjo el ataque al Palacio de la Moneda, donde el presidente Salvador Allende murió. Se evidenció así que la Unidad Popular no tenía un plan de lucha para defender a su gobierno, lo cual posibilitó la rápida victoria de los conjurados, que implantaron el fascismo-militar.
En Nicaragua, a principios de 1978, el asesinato por el régimen somocista del prestigioso dirigente conservador Pedro Joaquín Chamorro, dividió a la burguesía e indignó a toda la población. A partir de entonces los nicaragüenses afluyeron de forma masiva a las filas de los guerrilleros, cuyos efectivos se multiplicaron en campos y ciudades. A mediados del año siguiente, la dirigencia del Frente Sandinista de Liberación Nacional decretó una huelga política general, tras lo cual el 9 de junio estalló en Managua una insurrección popular. Entonces se constituyó un Gobierno Provisional que proclamó cuatro principios rectores: no alineamiento internacional, relaciones con todos los países del mundo, autodeterminación de las naciones, estatización de los bienes somocistas, así como de la banca, el comercio exterior, la minería y las tierras ociosas. Con esos preceptos, el 19 de julio de 1979, triunfó la insurrección.
La Junta presidida por Daniel Ortega comenzaba a cumplir el programa prometido, cuando Nicaragua se vio afectada por la agresividad de los Estados Unidos. El gobierno de Ronald Reagan ordenó a la CIA minar puertos y sabotear industrias, a la vez que el ejército estadounidense implantaba bases en la vecina Honduras. Allí se engendraron bandas mercenarias de los contras que incursionaban dentro del país, asolando y destruyendo todo. En dichos enfrentamientos perecieron sesenta mil personas, en una población que no rebasaba los cuatro millones de habitantes. A pesar de ello, el sandinismo convocó a una Constituyente, la cual estableció el pluralismo político –funcionaban once partidos–, tripartición de poderes, economía mixta, sexenios presidenciales, comicios generales a principios de 1990. En ellos se produjo la sorprendente victoria de la Unión Nacional Opositora, que una vez en el gobierno redujo el ejército y suprimió el Servicio Militar Obligatorio, a la vez que desmanteló el Área de Propiedad del Pueblo, que había sido conformada con empresas nacionalizadas.
En Venezuela, el 27 de febrero de 1989 se produjo un colosal estallido de violencia popular conocido como «El Caracazo». Las masas, que protestaban contra el gobierno por su programa de ajuste neoliberal, fueron violentamente reprimidas por las fuerzas armadas. Esto engendró en el ejército una tendencia opositora llamada Movimiento Bolivariano Revolucionario, encabezado por el teniente coronel Hugo Chávez. Este, luego de una fallida sublevación cívico-militar el 4 de febrero de 1992, se nutrió del MBR y de civiles revolucionarios para conformar un Movimiento por la Quinta República, que prometió una Constituyente en caso de ganar las elecciones. A principios de 1999, Chávez ocupó la presidencia y convocó a elaborar una constitución que permitiera transformar el país, la cual fue aprobada por el 72 por ciento de los votantes. El inicio de los cambios provocó el disgusto reaccionario, que llevó a un intento de golpe de Estado en abril del 2002. Pero el pueblo se lanzó a las calles exigiendo la excarcelación del presidente, lo cual, junto a la acción de los militares institucionalistas, lo restablecieron en el ejecutivo. Chávez entonces clamó por una sociedad «rumbo al socialismo del siglo XXI».
Bolivia se encontraba, al principio del nuevo siglo, sumida en la ingobernabilidad a causa de las intensas luchas populares contra el neoliberalismo. Entonces se anunciaron elecciones generales que fueron ganadas por el aymará Evo Morales, candidato del Movimiento al Socialismo, quien ascendió a la presidencia en enero del 2006. Tras nacionalizar los hidrocarburos, el nuevo mandatario convocó a una Constituyente, que luego de ser aprobada en referendo transformó a la República en unitario y novedoso Estado Plurinacional de Bolivia.
En Nicaragua, una coalición –que incluso acogía a excontras– encabezada por el FSLN, triunfó en las elecciones generales del 2006. Durante los tres lustros que habían gobernado los neoliberales, el analfabetismo se había triplicado, gran parte de la población se había hundido en la pobreza, una ínfima minoría se enriquecía sin cesar y se había generalizado la insalubridad. Con el propósito de superar tamaño desastre, en medio de la gigantesca celebración que festejaba el trigésimo aniversario del triunfo de la rebelión anti-somocista, el presidente Daniel Ortega clamó por un futuro socialista, cristiano y solidario.
En Ecuador, durante una década, diversos presidentes se sucedieron en el poder sin lograr la menor estabilidad gubernamental. En ese convulso panorama, un joven economista llamado Rafael Correa, que había fundado el Movimiento Alianza País (apocopación de Patria Altiva y Soberana), anunció sus propósitos de aspirar a la primera magistratura en las elecciones de octubre del 2006. Este carismático individuo proponía una Revolución Ciudadana inspirada en Bolívar y Eloy Alfaro, que favoreciera a los pobres y a las clases más necesitadas, en tanto pondría coto a la riqueza ilimitada. Correa triunfó en los referidos comicios y en enero del 2007 ocupó la presidencia, desde la cual convocó a una Constituyente, cuyo texto fue aprobado en referendo popular. Así quedó proscrita la base militar estadounidense en Manta, se estableció una mayor intervención del Estado en la economía, se reglamentó el pago de la deuda externa. Según el presidente, estos avances reflejaban el «cambio de época» que vivía la América Latina, rumbo al «socialismo del siglo XXI».
En Latinoamérica las victorias electorales de diversos movimientos populares –enemigos de las concepciones neoliberales– originaron una corriente de simpatía hacia lo que de forma genérica se ha denominado «socialismo del siglo XXI», así llamado para diferenciarlo de la fallida experiencia soviética, estatista, burocrática y monopartidista. Estos nuevos gobiernos rechazaban el predominio del mercado y la lógica monopolista de maximizar las ganancias al formular las políticas públicas, lo que había incrementado las quiebras y desaparecido los ahorros de pequeños y medianos empresarios, a la vez que multiplicaba el desempleo en campos y ciudades. Los regímenes neoliberales habían desregulado la economía para incentivar la especulación por encima de las actividades productivas, promovido el librecambio, privatizado empresas públicas –por debajo de su valor real–, desnacionalizado las riquezas naturales, y aplicado medidas deflacionarias en lugar de reactivar la economía por medio de gastos gubernamentales. Esta incisiva crítica al neoliberalismo atraía a las anti-oligárquicas clases populares. A la vez, el nuevo socialismo pretendía tranquilizar a la «clase media», que respaldaba la permanencia de los productores privados medianos, así como los mecanismos electorales multipartidistas de la llamada «democracia representativa». Las concepciones políticas del «socialismo del siglo XXI» también se oponían a las prácticas belicistas de Estados Unidos, recuperaban el patriótico legado histórico latinoamericano, reivindicaban los valores culturales indígenas, e incorporaban las precedentes prácticas de colaboración social del nacionalismo populista. Parecería que se retomaban las proyecciones de los «frentes populares» –concebidas otrora por los comunistas–, para aliarse con los sectores progresistas de la burguesía y enrumbarse hacia una sociedad mejor. Pero ahora esa compleja política estaba dirigida por los sectores más revolucionarios, deseosos de conducir de manera paulatina e ininterrumpida dichos procesos transformadores hacia el socialismo del siglo XXI.
Los propugnadores de esta novedosa concepción, conformaron partidos de masas que rivalizaron con éxito en las sistemáticas elecciones pluripartidistas, o en las convocatorias a referéndums para asegurar trascendentes cambios constitucionales. Al mismo tiempo, fomentaron en los barrios –y a veces en algunas fábricas– el autogobierno local, mediante consejos comunales no partidistas, para eludir la tradicional burocracia, ineficiente, hostil y corrupta. Luego financiaron gran cantidad de programas destinados a elevar el nivel de vida de la población más humilde: obreros, trabajadores autónomos, pobres y desempleados, madres solteras, campesinos. Dicha práctica incluía una vasta atención médica –realizada con frecuencia por cubanos- y el acceso a la educación hasta la universidad, ambas con carácter universal y gratuito. Aunque se expropiaron empresas claves sobre la base de consideraciones políticas o pragmáticas –como las engendradas por conflictos obrero-patronales o en busca de una seguridad alimentaria–, dichos regímenes han mantenido una economía mixta, con un sector privado que sigue siendo importante en bancos, agricultura, tiendas y comercio exterior. Sin embargo, no es inusual que el Estado posea el sector de exportación más lucrativo y la principal fuente de ingresos en divisas, o que la propiedad pública se haya incrementado. Hay un creciente número de nuevas empresas estatales, establecidas en conjunto con compañías de China, Rusia, Irán y la Unión Europea, en contraste con el papel disminuido de algunas transnacionales de Estados Unidos.
En síntesis, la política de los proclives al socialismo del siglo XXI, por lo general enfrenta a los elementos más retardatarios o derechistas de la sociedad, mediante una alianza social o electoral interclasista de aquellos deseosos de empujar en sentido del progreso. De tal forma, quienes se han enrumbado en dicho camino han multiplicado los gastos sociales –escuelas, policlínicas, carreteras, viviendas, agua, electricidad– y elevado los salarios mínimos, han promovido las libertades individuales y la de los movimientos sociales así como la de los procesos electorales, con enorme tolerancia en los debates públicos durante las elecciones competitivas entre los partidos políticos. Esto, sin desmedro de haber representado un muro de contención al intervencionismo de los Estados Unidos, además de haber establecido el control sobre los recursos nacionales y enaltecido la soberanía de las repúblicas, a la vez que impulsaban al máximo la integración latinoamericana.
La marcha unitaria del subcontinente alcanzó su cima, cuando Brasil –presidido por Luis Ignacio Lula da Silva- convocó a celebrar en diciembre del 2008 la Primera Cumbre de América Latina y el Caribe. En dicha reunión, por primera vez desde la consecución de la independencia contra las metrópolis coloniales, los 33 países que integran la región –con la notable presencia de Cuba– se reunieron sin participación foránea, fuese de Estados Unidos o Europa. En dicho cónclave se emitió una Declaración Final en la que se expresaba total acuerdo en la defensa de la soberanía de las naciones latinoamericanas, el derecho de los Estados a construir su propio sistema político, libre de amenazas y agresiones o medidas coercitivas; se subrayaba que siempre debería prevalecer un ambiente de paz, estabilidad, justicia, democracia y respeto a los derechos humanos, con igualdad soberana de los Estados y solución pacífica de las controversias. En esa referida Primera Cumbre también se emitió una declaración especial sobre la necesidad de poner fin al bloqueo financiero, comercial y económico –incluida la aplicación de la Ley Helms-Burton– impuesto hacía más de medio siglo por el gobierno de Estados Unidos contra Cuba. En dicho ámbito, además, el presidente ecuatoriano Rafael Correa propuso la creación de una Organización de Estados Latinoamericanos y Caribeños, sin participación alguna de cualquier país ajeno a la región. En concordancia con esa propuesta, México realizó la convocatoria para celebrar en febrero del 2010 otra Cumbre de América Latina y el Caribe. En dicho cónclave, el día 23 de ese mes, se conformó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Esta novedosa organización debería promocionar el desarrollo sostenible regional, e impulsar los intereses del área en los foros globales ante acontecimientos de relevancia mundial. Ello implicaba un gigantesco paso de avance, en cumplimentar los bicentenarios anhelos de integración. Luego, Cuba fue designada para ocupar la presidencia pro-tempore del ascendente bloque integrador durante el 2013. Y al final de ese año, con todo éxito, se celebró en La Habana la Segunda Conferencia de mandatarios de la región.
La importancia del surgimiento de la CELAC se manifestó en el contexto internacional. La agrupación integracionista latino-caribeña en poco tiempo forjó crecientes relaciones con China y Rusia, a la vez que su existencia forzó a Estados Unidos a reconsiderar su sistemática política de hostilidad contra la Revolución Cubana. Se evidenciaba que en el hemisferio –y en el resto del mundo– las pretensiones estadounidenses de aislar a Cuba no habían funcionado; en ese aspecto el gobierno de Washington se encontraba solo, mientras que el de La Habana atraía las simpatías de toda la humanidad. Ello se reiteraba en las casi unánimes votaciones anuales de la Asamblea General de la ONU contra el bloqueo económico, comercial y financiero aplicado por los poderosos Estados Unidos contra el pequeño Estado caribeño.
En semejante situación, el 17 de diciembre del 2014 el presidente de Estados Unidos Barack Obama públicamente reconoció que la agresiva política estadounidense hacia Cuba había fracasado, luego de medio siglo de ser aplicada. Y anunció el deseo de enrumbar su país hacia la normalización de relaciones con la vecina república antillana. Raúl Castro estuvo de acuerdo con el nuevo enfoque y propuso adoptar medidas mutuas para mejorar los vínculos bilaterales, aunque reconoció que entre ambos gobiernos existían profundas diferencias en materia de soberanía nacional, democracia, derechos humanos y política exterior. El presidente cubano además, precisó que el restablecimiento de relaciones diplomáticas –formalizadas el 20 de julio del 2015– era sólo el inicio de todo un proceso, cuya culminación se alcanzaría con el cese del bloqueo contra Cuba, la devolución del territorio ilegalmente ocupado por la Base Naval de Guantánamo, y la compensación al pueblo cubano por los daños humanos y económicos debidos a la injustificable agresividad imperial llevada a cabo durante más de cincuenta años.
BIBLIOGRAFÍA:
Prieto, Alberto: Visión Integra de América –en tres tomos–, Editorial Ocean Sur, China, 2013.
___: Las Guerrillas Contemporáneas en América Latina, Editorial Ocean Sur, Bogotá, 2007.
___: Procesos Revolucionarios en América Latina. Editorial Ocean Sur, Querétaro (México), 2009.