Hay esfuerzos que parecen inútiles y que, sin embargo, no son inútiles. ¿Fueron, acaso, inútiles las palabras dirigidas por nosotros a aquellos sectores? No, no fueron inútiles. Algunos las comprendieron; otra parte considerable no las comprendió ni podía comprenderlas, pero al menos el pueblo ha comprendido. Era como si nosotros le dijéramos que aquí se estaba desarrollando una revolución profunda, que esa revolución era inevitable, que esa revolución era una oportunidad única de nuestro pueblo, y que esa revolución se llevaría adelante por encima de todos los obstáculos; era como si le dijéramos que, ante ese hecho inevitable, aquellos sectores cuyos privilegios y cuyos intereses iban a ser sacrificados por la Revolución tenían dos caminos, dos caminos: o aceptar aquella realidad revolucionaria, adaptarse a ella y ayudar al país en Revolución, o ponerse contra ella.
A forjar ese proceso revolucionario estaban invitados todos los cubanos, sin excepción. Los que no se sumaron a él no lo hicieron porque les faltase la oportunidad, lo hicieron porque no quisieron, porque no tuvieron fe, o porque se creían más sabios o más poderosos que nadie, o porque creían que el vecino poderoso vendría oportunamente a impedir que aquella Revolución tuviera lugar, y porque creían o porque creen todavía que esa Revolución era un imposible en las circunstancias geográficas y económicas de nuestro país.
Dos caminos tenían: o sumarse a la Revolución, o combatir a la Revolución. Y quizás a aquellos sectores, como clases sociales, les habría convenido más ayudar a la Revolución, porque con eso su sacrificio habría sido más llevadero, y el parto revolucionario habría sido menos doloroso.
No tenemos por eso que lamentarnos de los problemas y de las desventuras de esos sectores, porque si ellos tomaron el camino de la contrarrevolución, si ellos tomaron el camino que conduce a la deshonra y a la traición, y tomaron el camino que conduce a convertirse en mercenarios de los intereses extranjeros, la culpa es de ellos. Ellos tuvieron la oportunidad de optar y los que optaron por lo peor tendrán que atenerse a las consecuencias.
Pero no se le podrá decir a la Revolución que no fue generosa, no se le podrá decir a la Revolución que no hiciera una invitación amplia a todos los cubanos por igual. ¡Y cuántas pruebas abundan en favor de esa verdad! Hoy nosotros evocábamos aquellas reuniones, y con el recuerdo de aquellos sectores venía también a nuestra mente la imagen de algunos de los que fueron funcionarios del gobierno en aquellos meses.
Sumarse a la Revolución
Aquí determinados sectores sociales tenían su élite intelectual, tenían sus hombres sabios, sus hombres inteligentes. Eran los días en que el pueblo creía todavía en esas inteligencias. Claro está que aquellas inteligencias que formaron en los primeros meses parte del gobierno no tenían en sus manos la dirección política de la Revolución, pero eran inteligencias que estaban ahí, y que hoy no están ahí, hoy están allá.
Aquellos sectores y aquellas inteligencias se entendían muy bien. Ellos eran los que organizaban esas reuniones y a mí me invitaban; yo venía a las reuniones y les hablaba claro, les decía la verdad. Me sentía mucho mejor cuando me reunía con los campesinos, me sentía mucho mejor cuando me reunía con los obreros; pero cuando me invitaban a reunirme con aquellos sectores representativos de los grandes intereses económicos, yo no tenía por qué rehuir aquellas reuniones, siempre tenía que decirles algo a aquellos señores: "La Revolución va. Súmense a la Revolución." Siempre tenía una invitación para aquellos señores.
¿Fue inútil? ¿Fueron inútiles aquellas invitaciones? No. Fueron muy útiles, porque ayudan a comprender, ayudan al pueblo a comprender, les quita la más mínima razón moral a los que combaten a la Revolución; primero, porque las leyes fundamentales de la Revolución fueron promesas que se hicieron al pueblo; y, segundo, porque la Revolución no le cerró las puertas absolutamente a nadie. O si no, recuerden, recuerden si la Revolución le cerró las puertas a alguien; recuerden todos esos señores que en un momento determinado tuvieron acceso, incluso, a posiciones fundamentales dentro del gobierno, honores a los que no los había hecho acreedores ningún sacrificio, ningún esfuerzo, ningún aporte a la Revolución, porque ni habían estado presos siquiera, ni habían estado perseguidos, ni combatieron, ni ayudaron, ni dieron una sola idea que nos condujera al triunfo. No habían sido forjadores de las victorias contra la tiranía y, sin embargo, en la hora del triunfo, en esa hora cómoda del triunfo, en esa hora fácil del triunfo, se vanagloriaron de ostentar aquí cargos a los que realmente, si se consideraban sus méritos, no tenían ningún derecho.
Es bueno recordarlos por dos razones: para que tengamos presente qué tipo de gente son; y, además, para comprender que los que se han ido, se fueron y se convirtieron en traidores porque ellos quisieron. A nadie se le negó la oportunidad de luchar, a la Revolución no se le podrá imputar el haberle negado a nadie la oportunidad de participar en ella.
¿Qué son los que llegaron sin mérito a tener esa oportunidad, y después renunciaron a ella? ¿Qué son esos señores que se volvieron enemigos de la Revolución? No hablamos de los que eran enemigos de la Revolución porque estaban junto a Batista; hablamos de aquellos que en los días del triunfo se enrolaron en las filas de la Revolución. Esos, que ahora son los instrumentos, junto con los criminales de guerra y los batistianos, de los que quieren agredir a nuestro país.
Es muy importante que este hecho quede bien claro y bien sentado, porque esto es lo que nos da derecho a combatir sin tregua ni descanso a los contrarrevolucionarios. Porque a ninguno de ellos la Revolución les cerró las puertas; a ningún sector social la Revolución le cerró las puertas. La Revolución siempre tuvo sus puertas abiertas, sin sectarismo, a los que quisieran luchar por ella.
La Revolución no fue sectaria; si la Revolución hubiese sido sectaria, jamás se habrían sentado en las filas del gobierno señores como Rufo López Fresquet, Miró Cardona, o el señor Justo Carrillo y algunos más por el estilo. Nosotros sabíamos cómo pensaban aquellos señores, nosotros sabíamos que eran hombres de mentalidad bastante conservadora. Pero es que el propio gobierno de la república, en los primeros días del triunfo, no estaba en manos de revolucionarios; el propio gobierno de la república no estaba en manos de los hombres que llevaban muchos años luchando y sacrificándose, no estaba en manos de los hombres que habían estado en las prisiones y habían combatido en las montañas, no estaba en manos de los hombres que encendieron aquella chispa revolucionaria y supieron, aun en los momentos de mayor incertidumbre y escepticismo, mantener en alto la bandera de la Revolución, y con ella la fe del pueblo, para llevarlo al triunfo.
Los cargos fundamentales del Estado estaban en manos de verdaderos bombines. Y si aquello no servía para hacer avanzar a la Revolución, servía al menos para demostrar, de manera inequívoca, que los hombres que habían llevado sobre sus espaldas el peso mayor de la lucha, no habían estado luchando allí por honores ni por ambiciones de tipo personal; pero servía también para que el pueblo se quitara de su mente unas cuantas ideas falsas, servía también para derribar aquí unos cuantos castillos de naipes; servía también para que el pueblo aprendiera qué eran, de una vez y para siempre, aquellos falsos valores; valores ficticios que habían sido elaborados precisamente por los que tenían en sus manos hacer y deshacer reputaciones, por los que tenían en sus manos los órganos de divulgación de las ideas y los recursos económicos del país.
Y aquella clase dominante había forjado sus adalides intelectuales, y a través de su prensa, a través de su radio, a través de su televisión, y a través de sus universidades, les había dado categoría de grandes valores intelectuales a una serie de señores que no eran sino servidores de los intereses de esa clase. A un líder campesino honesto no lo ensalzaban; a un líder obrero honesto no lo ensalzaban; a un intelectual honesto o revolucionario no lo ensalzaban; a quien fuese un escritor o un intelectual progresista, un escritor o un intelectual de izquierda, no lo ensalzaban. Que fuese un poeta brillantísimo y reconocido fuera de nuestro país, ¡eso no importaba!, aquellos versos no tenían el derecho a salir publicados en las revistas o en los periódicos controlados por la reacción.
No. Los verdaderos valores de la intelectualidad cubana estaban proscriptos, mientras ascendían al firmamento, como estrellas de la inteligencia, toda una serie de señores que no eran más que los servidores de la clase dominante que tenían en sus manos los medios de hacer y deshacer prestigios; es decir, hacer falsos prestigios y, hasta incluso, destruir verdaderos valores y verdaderos prestigios.
Y aquellos señores pasaron por aquí; se creían que se iban a convertir en maestros de nosotros. A decir verdad, siempre nos miraron con un cierto prurito de inteligencia, ellos, los inteligentes. Siempre nos miraron con un poco de prurito de superioridad; siempre nos miraron a nosotros como un grupo de muchachos audaces y nada más que eso, a los cuales tenían que llevar de la mano; muchachos que habían hecho la guerra, que habían sabido combatir contra la tiranía, que habían sabido llevar adelante al pueblo en su lucha por el derrocamiento de esa tiranía, pero que entonces llegaba la hora de las inteligencias, y ellos, ellos, eran los inteligentes; ellos se creían los inteligentes. Nosotros nunca confiamos en ellos, nosotros sabíamos que ellos no sabían, pero era necesario que el pueblo supiera quiénes eran todos aquellos valores cuyos nombres siempre aparecían cada vez que se hablaba de un gabinete, cada vez que se hablaba de un gobierno provisional, cada vez que se hablaba de un director de banco nacional, cada vez que se hablaba de cualquier núcleo apto para dirigir a la nación.
Ellos habían fabricado ya esa falsa reputación en virtud de la cual nosotros éramos los muchachos audaces de las montañas, y ellos tendrían que ser los cerebros del gobierno, olvidándose de que, en realidad, los que no habían sabido ser cerebros para derrocar la tiranía que sometía a nuestro país, los que no habían sido cerebros capaces de conquistar el poder para el pueblo, mucho menos capaces serían de dirigir a ese pueblo en medio de las contingencias del proceso revolucionario.
Porque, ¡quién viera a esos señores enfrascados con los problemas actuales de la Revolución! ¡Quién viera a esos señores afrontar la lucha que hoy tiene planteada nuestro pueblo con el imperio poderoso del norte! ¡Quién viera a esos señores afrontar situaciones al lado de las cuales las tareas de luchar contra la tiranía batistiana resultan, en realidad, fáciles! Aquellos señores habrían servido, todo lo más, para entregar a este país a manos de los intereses extranjeros; aquellos señores habrían sido capaces, todo lo más, de venderse a ese imperialismo, jamás de enfrentarse a la fuerza de ese imperialismo.
Y sucedió lo que inevitablemente debía suceder: la deserción de todos esos señores, la traición al país de todos esos señores, el pase a las filas enemigas de todos esos señores.
¿Qué nos han dejado? Nos han dejado la lección, nos han dejado la razón, nos han dejado la prueba inequívoca de que la Revolución jamás fue sectaria, de que la Revolución fue extraordinariamente amplia, que la Revolución les dio a todos ellos la oportunidad de estar junto a su país, y que, si ellos escogieron el camino de la traición y de la deserción, entonces no tendrán derecho a pedir clemencia el día que les toque afrontar la hora de la justicia; no tendremos nosotros razones para sentirnos indulgentes con ellos; y si fuese verdad, si fuese verdad que algún día osaran poner un pie en el territorio de nuestra patria, aunque no fuese más porque no se atreviesen a desacatar las órdenes de sus amos, si eso fuese verdad, y por un error de cálculo dan ese paso, entonces tendremos todo el derecho a ser inclementes con ellos. Como tiene la Revolución el derecho a ser dura frente a los contrarrevolucionarios, porque esta causa no fue monopolio de nadie; la Revolución no fue monopolio de nadie; a la Revolución tuvieron derecho a pertenecer todos los que se sintieran revolucionarios, todos los que quisieran ser revolucionarios.
No hay uno solo, no hay un solo ciudadano de este país que pueda decir que la Revolución le negó el derecho a luchar por ella; no hay un solo ciudadano de este país que pueda decir que la Revolución fuese sectaria. Y las pruebas son verdaderamente abrumadoras, porque no quedó un solo truhán, un solo oportunista y un solo pícaro que en los primeros días del triunfo revolucionario no apareciese enganchado en el carro de la Revolución. Y a muchos los conocíamos demasiado bien, a muchos el pueblo los conocía perfectamente bien.
¡Cuántas veces tuvimos nosotros que conversar con hombres y mujeres del pueblo, con compañeros de la Revolución a quienes se les hacía imposible soportar la presencia de algunas gentes! Y nosotros, sin impacientarnos, porque sabíamos que la Revolución estaba demasiado enraizada en el corazón del pueblo, porque teníamos una seguridad profunda y una visión clara de la marcha de los acontecimientos les aconsejábamos que tuvieran calma, les aconsejábamos que tuvieran paciencia.
Y en ese momento, momento fácil, porque el minuto de la victoria, o el minuto después de la victoria, es siempre un minuto fácil. Al parecer la lucha ha cesado; ¡cuántos creyeron entonces que la lucha había cesado!, cuántos incluso, no podían conciliar el sueño pensando que la lucha había cesado y que ellos fueron tan ciegos y tan torpes que no se dieron cuenta de que perdían la oportunidad de luchar en las filas de la Revolución; o que fueron tan ciegos, o tan indiferentes, o tan pusilánimes, que no se habían sumado a los hombres que luchaban en la clandestinidad o en las montañas.
A muchos les remordía la conciencia pensando, de nuevo erróneamente, que la lucha había cesado definitivamente. Y la lucha no había cesado. La lucha, como hemos afirmado en otras ocasiones, apenas comenzaba.