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General: EL AMOR SEXUAL Y EL MATRIMONIO, DE LA ANTIGÜEDAD HASTA NUESTROS DÍAS
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De: Ruben1919 (Mensaje original) |
Enviado: 12/05/2021 19:33 |
EL AMOR SEXUAL Y EL MATRIMONIO,
DE LA ANTIGüEDAD HASTA NUESTROS DÍAS
P O R
FRIEDRICH ENGELS
Antes de la Edad Media no puede hablarse de la existencia del amor sexual individual. Es obvio que
la belleza personal, la intimidad, las inclinaciones comunes, etc. han debido despertar en los individuos de
sexo diferente el deseo de relaciones sexuales, que tanto a hombres como a mujeres no les era indiferente
con quién entablar relaciones íntimas. Pero de eso a nuestro amor sexual individual aún media muchísima
distancia. En toda la Antigüedad, son los padres quienes conciertan las bodas, en vez de los interesados, que
se conforman tranquilamente. El poco amor conyugal que la Antigüedad conoce no es una inclinación
subjetiva, sino más bien un deber objetivo; no es la base, sino el complemento del matrimonio. El amor, en
el sentido moderno de la palabra, sólo se presentaba fuera de la sociedad oficial. Los pastores cuyas alegrías
y penas de amor nos cantan Teócrito y Moscos, o Longo en su Dafnis y Cloe, son simples esclavos que no
tienen participación en el Estado, esfera en la que se mueve el ciudadano libre. Pero fuera de los esclavos
sólo encontramos relaciones amorosas como un producto de la descomposición del mundo antiguo
mantenidas con mujeres que también viven fuera de la sociedad oficial, con hetairas, es decir, con
extranjeras o libertas: en Atenas, en vísperas de su caída; en Roma, bajo los emperadores. Si había relaciones
amorosas entre ciudadanos y ciudadanas libres, eran relaciones adúlteras. Y el amor sexual, tal como
nosotros lo entendemos, era algo tan indiferente para el viejo Anacreonte, el cantor clásico del amor en la
Antigüedad, que ni siquiera le importaba el sexo de la persona amada.
Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del eros de los antiguos. En
primer lugar, supone la reciprocidad en el ser amado. Desde este punto de vista, la mujer es en él igual que el
hombre, mientras que en el eros de la Antigüedad se está lejos de consultarla siempre. En segundo lugar, el
amor sexual alcanza una intensidad y una duración que hace que ambas partes consideren la falta de
relaciones íntimas y la separación como una gran desventura, si no la mayor de todas; para poder ser el uno
del otro, no se retrocede ante nada y se llega hasta jugarse la vida, lo cual sólo sucedía en la Antigüedad en
caso de adulterio. Y, por último, nace un nuevo criterio moral para juzgar las relaciones sexuales. Ya no se
pregunta solamente: ¿son legítimas o ilegítimas?, sino también: ¿son hijas del amor y de un afecto
recíproco? Por supuesto, en la práctica feudal o burguesa este criterio no es respetado más que cualquier otro
criterio moral, pero tampoco menos; al igual que los restantes, está reconocido sobre el papel. Y por el
momento, no puede pedirse más.
La Edad Media arranca del punto en que se detuvo la Antigüedad, con su amor sexual en embrión, es
decir, arranca del adulterio. Ya hemos pintado el amor caballeresco que engendró los Tageledier.
51 De este
amor, que tiende a destruir el matrimonio, hasta el amor que debe servirle de base, hay un largo trecho que la
caballería jamás recorrió totalmente. Incluso cuando pasamos de los frívolos pueblos latinos a los virtuosos
alemanes, vemos en el Cantar de los Nibelungos que Krimilda, aunque secretamente tan enamorada de
Sigfrido como él de ella, responde a Gunther cuando éste le anuncia que la ha prometido a un caballero, de
quien calla el nombre: « No tenéis necesidad de suplicarme, señor, a unirme con aquel que me deis por
marido ». A Krimilda ni se le pasa por la imaginación que su amor pueda ser tenido en cuenta para nada.
Gunther pide en matrimonio a Brunilda y Atila pide a Krimilda, sin haberlas visto nunca. De igual manera,
Sigebant de Irlanda busca en Gudrun a la noruega Ute, Hetel de Hegelingen busca a Hilda de Irlanda, y, en
fin, Sigfrido de Morlandia, Heartmut de Normandía y Herwig de Celandia piden los tres la mano de
Gudrun ; y aquí ésta se pronuncia libremente por primera vez a favor del último. Por lo común, la novia del
joven príncipe es elegida por los padres de éste si aún viven o, en caso contrario, por él mismo, aconsejado
por los grandes señores feudales, cuya opinión en estos casos tiene gran peso. Y no puede ser de otro modo,
por supuesto. Para el caballero o el barón, como para el mismo príncipe, el matrimonio es un acto político,
una oportunidad de aumentar el poder mediante nuevas alianzas. Lo decisivo son los intereses de « la casa »
y no las inclinaciones individuales. ¿Cómo podía entonces tener el amor la última palabra en la concertación
de un matrimonio?
51 Cantos de la mañana, alboradas.
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Lo mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades medievales. Precisamente sus
privilegios protectores, las cláusulas de los reglamentos gremiales, las complicadas líneas fronterizas que
separaban legalmente al burgués, acá de las otras corporaciones gremiales, allá de sus propios colegas de
gremio o de sus fieles aprendices, hacían harto estrecho el círculo dentro del cual podía buscarse una esposa
adecuada para él. Y en este complicado sistema, evidentemente no era su gusto personal, sino el interés de la
familia, lo que decidía cuál era la mujer que más le convenía.
Así, en la mayoría de los casos y hasta el final de la Edad Media, el matrimonio siguió siendo lo que
había sido desde su origen: un trato que no cerraban las partes interesadas. Al principio, se venía ya casado
al mundo, casado con todo un grupo de seres del otro sexo. En la forma posterior del matrimonio por grupos,
verosímilmente existían análogas condiciones, pero con un estrechamiento progresivo del círculo. En el
matrimonio sindiásmico la regla es que las madres concierten entre sí el matrimonio de sus hijos. También
aquí el factor decisivo es el deseo de que los nuevos lazos de parentesco robustezcan la posición de la joven
pareja en la gens y la tribu. Y cuando la propiedad individual se impuso a la propiedad colectiva, cuando, los
intereses de la transmisión hereditaria le dieron la primacía al derecho paterno y a la monogamia, el
matrimonio comenzó a depender por entero de consideraciones económicas. La forma del matrimonio por
compra desapareció, pero en esencia continúa practicándose cada vez más y más, y de modo que no sólo la
mujer tiene su precio, sino también el hombre, aunque no dependiendo de sus cualidades personales, sino
con arreglo a la cuantía de sus bienes. En la práctica y desde el principio, si algo había inconcebible para las
clases dominantes era que la inclinación recíproca de los interesados pudiese ser la razón por excelencia del
matrimonio. Esto sólo pasaba en las novelas o en las clases oprimidas, que no contaban para nada.
Tal era la situación con que se encontró la producción capitalista cuando, a partir de la era de los
descubrimientos geográficos, se puso a conquistar el mundo mediante el comercio universal y la industria
manufacturera. Es de suponer que este tipo de matrimonio le convenía excepcionalmente, y así era en
verdad. Y sin embargo –la ironía de la Historia es insondable- era precisamente el capitalismo quien había
de abrir la brecha decisiva en él. Al transformar todo en mercancías, la producción capitalista destruyó todas
las relaciones tradicionales del pasado y reemplazó las costumbres heredadas y los derechos históricos por la
compraventa, por el « libre » contrato. El jurista inglés H. Summer Maine creyó haber hecho un
descubrimiento extraordinario al decir que nuestro progreso respecto a las épocas anteriores consiste en que
hemos pasado from status to contract
52
, de un orden de cosas heredado a uno libremente consentido, lo cual,
en lo que tiene de correcto, ya se dice en El Manifiesto Comunista.
Pero para contratar se necesitan gentes que puedan disponer libremente de su persona, sus acciones y
sus bienes, y que gocen de los mismos derechos. Crear esas personas « libres » e « iguales » fue
precisamente una de las principales tareas de la producción capitalista. Aunque al principio esto se hizo de
una manera medio inconsciente y, por añadidura, bajo el disfraz de la religión, desde la reforma luterana y
calvinista quedó firmemente asentado el principio de que el hombre sólo es completamente responsable de
sus acciones cuando las comete por libre albedrío y que es un deber ético oponerse a todo lo que le obliga a
un acto inmoral. Pero ¿cómo poner de acuerdo a este principio con la práctica, usual hasta entonces, de
concertar el matrimonio? Según el concepto burgués, el matrimonio era un contrato, una cuestión de
derecho, y, por cierto, la más importante de todas, pues disponía del cuerpo y el alma de dos seres humanos
para toda la vida. Verdad es que en aquella época el matrimonio era formalmente voluntario; sin el « sí » de
los interesados no se podía hacer nada. Pero bien se sabía cómo se obtenía el « sí » de los interesados y
cuáles eran los verdaderos autores del matrimonio. Sin embargo, puesto que para todos los demás contratos
se exigía la libertad real de decidir, ¿por qué no se exigía en éste? Los jóvenes que debían casarse, ¿no tenían
también el derecho de disponer libremente de sí mismos, de su cuerpo y de sus órganos? ¿No se había puesto
de moda, gracias a la caballería andante, el amor sexual? ¿Acaso, en contra del amor adúltero de los
caballeros andantes, no era el amor conyugal su verdadera forma burguesa? Si el deber de los esposos era
amarse recíprocamente, ¿no era tan deber de los amantes el casarse sólo entre ellos y con nadie más? Y este
derecho de los amantes, ¿no era superior al derecho del padre y la madre, los parientes y demás
casamenteros y alcahuetes tradicionales? Si el derecho al libre examen personal había penetrado en la Iglesia
y la religión, ¿podía acaso detenerse ante la intolerable pretensión de la vieja generación de disponer del
cuerpo, el alma, los bienes, la ventura y la desventura de la generación joven?
52 « Del status al contrato », en inglés en el original.
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Por fuerza debían ser planteadas estas cuestiones en una época que relajaba todos los antiguos
vínculos sociales y sacudía los cimientos de todas las concepciones heredadas. De pronto, la Tierra se había
hecho diez veces más grande. En lugar de la cuarta parte de un hemisferio, el globo entero se extendía ante
los ojos de los europeos occidentales, que se apresuraron a tomar posesión de las otras siete octavas partes.
Y, al mismo tiempo que las antiguas y estrechas barreras del país natal, caían las milenarias barreras puestas
al pensamiento en la Edad Media. Un horizonte infinitamente más extenso se abría ante los ojos y el espíritu
del hombre. ¿Qué importancia podían tener la reputación de honorabilidad y los respetables privilegios
corporativos, transmitidos de generación en generación, para el joven a quien atraían las riquezas de las
Indias, las minas de oro y plata de México y del Potosí? Aquella fue la época de la caballería andante de la
burguesía, porque también ésta tuvo su romanticismo y su delirio amoroso, pero sobre un pie burgués y con
miras burguesas al fin y al cabo.
Así sucedió que la burguesía, sobre todo la de los países protestantes, donde se perturbó más
profundamente el orden de cosas existentes, fue reconociendo cada vez más la libertad del contrato
matrimonial y puso en práctica su teoría del modo que hemos descrito. El matrimonio continuó siendo
matrimonio de clase, pero en el seno de la clase se concedió a los interesados cierta libertad de elección. Y
sobre el papel, tanto en teoría moral como en las narraciones poéticas, nada quedó tan inquebrantablemente
asentado como la inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual recíproco y en un contrato
de los esposos realmente libre. En resumen: el matrimonio con amor quedaba proclamado como un derecho
del ser humano; y no sólo como droit de l’homme
53
, sino también, excepcionalmente, como droit de la
femme
54
.
Pero este derecho difería en un punto de todos los demás derechos humanos, que, confirmando una
vez más la ironía de la Historia, estaban en la práctica reservados para la clase dominante, la burguesía,
mientras que para la clase oprimida, el proletariado, eran directa o indirectamente letra muerta: la clase
dominante siguió sometida a las conocidas influencias económicas y sólo excepcionalmente se dan casos de
matrimonios verdaderamente concertados con total libertad, que sin embargo, como ya hemos visto, son la
regla entre las clases oprimidas.
Por tanto, el matrimonio sólo se concertará con toda libertad cuando la supresión de la producción
capitalista y de las condiciones de propiedad por ella creadas haya eliminado las consideraciones
económicas accesorias que todavía ejercen tan poderosa influencia sobre la elección de los esposos.
Entonces el matrimonio ya no tendrá más motivo que la atracción recíproca.
F . Engels: E l origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.
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