Hace dos años Álvaro Uribe habló de perpetrar una masacre con criterio social para acabar con la Minga indígena en el Cauca. Y hace unas horas, a lo comandante en jefe, proclamaba: “confiamos en el inmediato copamiento militar de Cali… confiamos que nuestras autoridades puedan arrestar a los vándalos domésticos y a las hordas de terroristas que han invadido la ciudad”. Declaraciones básicas para entender lo que sigue.
El paro nacional en Colombia entra en su día 16 sin que se vislumbre voluntad política del gobierno de Iván Duque –marioneta de Uribe– por escuchar en serio y llegar a acuerdos que satisfagan las justas demandas de los innumerables sectores, ciudades, territorios y millones de personas participantes en la protesta. Al contrario, los sigue reprimiendo a sangre y fuego.
En relación con el fracaso de la única reunión sostenida con el Comité Nacional del Paro por el también conocido como subpresidente, a 12 días del inicio de la movilización, uno de sus miembros, Francisco Maltés, secretario general de la Central Unitaria de Trabajadores, afirmó: no hubo empatía del gobierno con las razones, con las peticiones que nos han llevado a este paro nacional. Duque fue complaciente con el uso excesivo de la fuerza pública, lamentó la líder estudiantil Jennifer Pedraza.
Y es que el ocupante de la Casa de Nariño no acepta ni siquiera la primera exigencia de los inconformes, el legítimo derecho a la protesta pacífica y el cese de la violencia policial y militar contra quienes lo ejercen. También demandan una renta básica universal de por lo menos un salario mínimo, la defensa de la producción nacional (incluidas artesanal y campesina), detener las erradicaciones forzadas de cultivos de uso ilícito y aspersiones aéreas con el cancerígeno glifosato. Igualmente, reclaman subsidio a las pymes, defensa de la soberanía y seguridad alimentaria y matrícula universitaria gratuita. No discriminación de género, diversidad sexual y étnica y el fin de las privatizaciones.
Debe puntualizarse que esto no es todo, sólo demandas iniciales, pues la mera exigencia de que se apliquen los acuerdos de paz, únicamente cumplidos en 4 por ciento por el gobierno desde su firma en 2016, implica a todas las esferas de la vida social y es clamor general del paro, aunque provoca fobia en Uribe y Duque.
Andrés Pabón Lara sostiene que el Estado colombiano, usurpado desde hace más de 200 años por una clase generadora de despojo y acaparamiento de la tierra y de la represión armada, se ha convertido en una máquina de matar que no ha hecho más que perfeccionarse a lo largo del tiempo. El autor expone las distintas etapas de este proceso de perfeccionamiento desde inicios del siglo XX y afirma que es en el gobierno de Álvaro Uribe que se entroniza la represión como política oficialmente declarada.
Explica que el uribismo se insertó en la política con un discurso de mano dura fascistoide que condujo a la muerte de miles de jóvenes por el ejército, inocentes hechos pasar por bajas guerrilleras que eran pagados a los militares como estímulo económico. Añade que el uribismo implicó la legalización y extensión a las zonas urbanas de la acción represiva de los paramilitares y aceleró el despojo de tierra, que en menos de una década significó que fueran expulsados de sus parcelas más de 8 millones de familias campesinas.
Uno de los ejes más nefastos del perfeccionamiento represivo uribista, apunta Pabón, es la generación de un sentido común fascista, anticomunista, antichavista y racista, en grandes sectores populares colombianos.
La naturalización del asesinato a quienes se manifestaban y organizaban desde la izquierda permitió al uribismo ganar elecciones (incluida la de Iván Duque) y oponerse obsesiva y acríticamente a las negociaciones de paz firmadas con las FARC.
Esta operación de control ideológico, tan provechosa para el ex presidente, comenzó a quedar puesta en cuestión cuando el candidato de izquierda a la presidencia, Gustavo Petro, obtuvo la más alta votación lograda por un abanderado ajeno a la oligarquía. Sufrió un duro golpe por los paros de noviembre de 2019 y enero del año siguiente y no se diga, por el actual, en el que cuaja un hecho trascendental: la inédita y muy amplia articulación de sectores urbanos y rurales muy disímiles: obreros, campesinos, indígenas, afodescendientes, estudiantes, hombres y mujeres jóvenes, integrantes de la diversidad sexual. Sindicatos y, a la vez, comités populares y juveniles en barrios, surgidos como hongos después de la lluvia.
Lo cierto es que las fuerzas populares nunca habían alcanzado un grado de combatividad y conciencia política tan pronunciados en todo el territorio de Colombia, aliado principal de Estados Unidos en nuestra región y que el uribismo se sostiene por ahora sobre las bayonetas, pero se derrumba políticamente como castillo de naipes.
(Tomado de La Jornada)