En una de sus travesías fabulosas, Américo Vespucio recaló en una isla ignorada que no quiso explorar; pero uno de sus tripulantes, aventurero y filósofo, se detuvo en ella: su testimonio, publicado en Londres en 1516, bajo la firma de Tomás Moro. Titula “Utopía” y es el nombre de aquella isla donde no existía la propiedad privada, el oro y la plata carecían de valor y nadie trabajaba más de seis horas diarias. Todos aprovechaban sus ocios para disfrutar de esparcimientos recreativos o para cultivar las letras y la música.
Utopía, por desgracia, significa “en ningún lugar”; hacia 1960, Ezequiel Martínez Estrada se esforzó en demostrar que aquel lugar existe y lo identificó con la isla de Cuba –la misma en la que, según él, Shakespeare ubicó el reino de Próspero, siempre perseguido por Ariel y Calibán. La quinta parte de la humanidad (que es la parte satisfecha y dominadora) se negó a aceptar los argumentos del ensayista argentino y se esforzó en recordar que a Tomás Moro le cortaron la cabeza por haberla usado para pensar e imaginar. Pero otros filósofos y políticos han considerado desde hace mucho tiempo que es bueno y deseable seguir el ejemplo de aquel canciller del Reino de Inglaterra que murió en el cadalso y alcanzó la santidad. Hubo, por ejemplo, un italiano que también se llamaba Tomás y se apellidaba Campanella, que también incurrió en el delito de pensar e imaginar: en 1608 publicó “La Ciudad del Sol”, donde describió Heliópolis, la ciudad que disfrutaba de una religión, un gobierno, una organización social y una economía que habían alcanzado la perfección.
Pero la América morena también hizo su aporte a la historia de Utopía. A mediados del siglo XIX, un tal José Arcadio Buendía, que no había leído a sus ilustres antecesores pero pudo sobrepasarlos largamente, soñó en una ciudad maravillosa; pero en lugar de entretenerse en describirla en algún libro que sus contemporáneos no hubieran leído, cargó todos sus bártulos sobre una mula, instaló en otra a su mujer y, acompañado por quienes quisieron seguirle, atravesó la sierra, desafió la ciénega más grande del mundo y encontró el lugar perfecto para la ciudad perfecta. La construyó junto a un río de aguas diáfanas que corrían entre enormes huevos prehistóricos, y lo hizo con sabiduría: todas las casas quedaron a la misma distancia del río; en todas entraba el sol el mismo número de horas, y en todas había jaulas donde cantaban los pájaros más bellos de la tierra. Aquella ciudad se llamaba Macondo y era feliz porque allí no había muerto nadie.
Más tarde llegaron los mercaderes, los gringos, las mujeres que alquilan el amor más triste y desamparado de este mundo, y las maldiciones apocalípticas cayeron sobre todos. Macondo fue borrada de la faz de la tierra, pero su recuerdo perdura. Curiosamente, salta del pasado al futuro y se convierte otra vez en utopía. Llegar a ella, sin embargo, exige una larga travesía que incluye la ciénega de la corrupción más maloliente y vergonzosa que hayamos conocido.