Columnista:
Javier Hernando Santamaría
Si soy sincero, la verdad nunca esperé ser testigo de este estallido social en mi país, siempre lo veía como algo lejano, pues pese a la inconformidad latente por décadas y décadas; desde que tengo uso de razón, el pueblo colombiano parecía resignado a cargar, entre la apatía y la resignación, el yugo de un Estado indolente, violento, alcahuete con la corrupción, donde campea muy oronda la desigualdad social y unos pocos saborean los privilegios de la riqueza y el ostentar el poder en cualquiera de sus formas.
Países vecinos como Ecuador, Bolivia, Chile, Perú, donde el pueblo ya levantó su voz de protesta reclamando sus derechos violentados, el restablecimiento de la equidad y la justicia social, eran espejos en los cuales pareciera los colombianos no nos queríamos reflejar, y preferíamos ignorar que no era tan cierto ese sofisma de que somos uno de los países más felices y alegres del mundo, pese a las vicisitudes imperantes.
Siempre hemos estado gobernados por las mismas rancias familias políticas, heredándose el poder de hijos a nietos, las mismas promesas cada cuatrienio, los mismos con las mismas enquistados en el poder, cual garrapatas en perro callejero, insaciables y muy complacidos con ese pueblo borrego, sumido vitaliciamente en la pobreza, pero leal a sus líderes y partidos políticos, a quienes hoy han convertido en mesías egocéntricos, polarizadores e inescrupulosos, a los cuales obedecen a ojos cerrados, vendiendo su dignidad cada periodo electoral, por un billete o un puesto en algún ente estatal, perpetuando la maleza que ha carcomido el Estado sin remedio aparente.
Hoy cuando los jóvenes de está generación decidieron abrir los ojos y levantar por fin la voz de protesta, reclamando se termine el yugo perpetuo al cual nos han tenido sometidos los gobernantes de turno, los colombianos se dividen en dos bandos: los buenos y los malos, los héroes y los villanos.
Dependiendo de la perspectiva desde la que se mire la realidad que hoy vive Colombia, y a qué estrato social usted pertenece, entra a determinar desde su percepción y autoanálisis como ciudadano, quiénes son unos y otros.
Es en verdad paradójico escuchar que algunos se autoproclaman como los buenos, pero no tienen remilgo alguno en desenfundar un arma para atentar contra la vida del que se considera desde su perspectiva, el malo, el subversivo sin causa, el vándalo resentido, por el solo hecho de no compartir una ideología política, religiosa, o simplemente por no pertenecer a su estrato social, o ser de otra etnia racial.
Es paradójico que muchos consideren bandidos y maleantes a quienes nunca han tenido las oportunidades, que quizás otros obtuvieron por nacer en el seno de una familia acomodada, que les brindó educación y herramientas para abrirse paso en la vida sin mayores compliques, que si bien es cierto, muchos de los compatriotas que lograron ascender en la escala social, y alcanzar un estatus digno de vida, y lo lograron gracias a su tesón y trabajo duro, muchos otros ni tan siquiera logran acceder a la educación primaria o terminar el bachillerato, pues nacieron en el seno de familias sumidas en la miseria absoluta, sin muchas alternativas y caminos para salir de ese abandono estatal, resignados a ser asalariados o vendedores informales, que luchan día a día por tratar de sobrevivir.
Todos esos jóvenes que luchan y los que han ofrendado su vida, no son zánganos ni están pidiendo nada regalado, solo piden equidad y justicia social; oportunidades para abrirse paso en este país arreciado por una guerra sin sentido, un conflicto que les conviene a ciertos actores del escenario social y político, en un país desangrado por una caterva de corruptos de cuello blanco, salvaguardados por una justicia prostituida.
Si bien el legítimo derecho a la protesta ha sido manchado malintencionadamente por actores externos, de un bando y otro, que buscan generar un premeditado caos para beneficio propio, no se puede medir a todos los jóvenes y protestantes con el racero que se mide a un desadaptado social, un alzado en armas o personajes que actúan subrepticiamente bajo órdenes de poderosos que buscan perpetuarse en el poder y manejar este país como si fuera un hato ganadero.
Aquí no se puede justificar la violencia desde ningún lado, todas las vidas son sagradas y las que se han perdido nos deben doler por igual, somos colombianos y todos anhelamos un país digno para vivir y morir cuando llegue el momento.
No podemos seguir apáticos, indiferentes, ignorando que son muchos los compatriotas que no tienen ni gozan de los privilegios que quizás nosotros sí tenemos y gozamos, no podemos seguir vendiendo nuestra dignidad, no podemos seguir dejando que otros decidan por nosotros, la gran muestra de que este estallido social ha valido la pena, sería que el pueblo colombiano termine de abrir los ojos y se manifieste con abrumadora contundencia en las urnas.
No sé de qué lado estaré según la perspectiva de otros, pero me considero un ciudadano de bien, que se ha abierto paso con mucho esfuerzo y perseverancia y me considero privilegiado en cierto modo, si me miro al espejo y veo la realidad de otros compatriotas víctimas de la inequidad social que impera. Por eso no tacho a ninguno de esos jóvenes que promueven el paro nacional de zánganos bandoleros y resentidos, agradezco que hayan tenido las guevas suficientes; esas que le faltó a mi generación en su momento para levantar su voz y hacerle sentir a los gobernantes que ya no somos un pueblo apático e indiferente que ellos manejan a su antojo y para beneficio propio.