En 2017, Cataluña se convirtió en noticia en todo el mundo. El referéndum de autodeterminación convocado por el gobierno catalán el 1 de octubre, la dura intervención de la policía española, los tiras y aflojes de los días posteriores, la declaración unilateral de independencia del 27 de ese mes, la intervención de la autonomía catalana, la convocatoria de nuevas elecciones autonómicas para el 21 de diciembre y la constitución de un nuevo gobierno independentista fueron los hechos más notables de aquel momento. El conflicto catalán parecía haberse quedado en una situación de impasse, sin grandes avances tras el fracaso de la vía rupturista por parte del independentismo. Un conflicto –por suerte, solo político– congelado en el tiempo.
Poco a poco, el interés internacional ha ido decayendo, más allá de algunas noticias relativas a la condena por sedición de los líderes independentistas a raíz de la declaración de independencia. Han pasado tres años en los que Cataluña no ha tenido un gobierno autonómico –formalmente sí, en realidad no, porque la retórica y la propaganda lo han copado todo, mientras la gestión ha brillado por su ausencia– y las divisiones entre las formaciones independentistas han ido agrandándose cada día más hasta el punto que el pasado otoño no consiguieron ni llegar a un acuerdo para sustituir en la presidencia de la Generalitat a Quim Torra tras su inhabilitación. De ahí la convocatoria de elecciones anticipadas para el pasado 14 de febrero. ¿Qué ha cambiado respecto a 2017? ¿Qué escenarios se abren ahora?
2021 no es 2017
Los resultados electorales del 14 de febrero nos muestran que aparentemente poco ha cambiado. Cataluña sigue dividida por la mitad entre los favorables y los contrarios a la independencia. Para ser precisos, los votos a los partidos independentistas han superado por primera vez la barrera «psicológica» del 50% (eran el 47,5% en 2017) y han aumentado en cuatro escaños la mayoría parlamentaria que ya poseían. Sin embargo, ese 50,7% esconde que, a causa de la altísima abstención por la pandemia (46%, 26 puntos más respecto a 2017) y un cierto cansancio de la población, las formaciones independentistas han perdido por el camino más de 600.000 votos. No es poca cosa. De hecho, sobre el conjunto de la población obtienen uno de los porcentajes más bajos. No tiene ningún sentido leer ese resultado con las gafas de 2017: la de 2021 es, más bien, una victoria simbólica.
La situación ha cambiado notablemente. Por un lado, ha desaparecido cualquier posibilidad de obtener apoyos en el ámbito internacional para la creación de un Estado catalán. En la Unión Europea ni se plantean la posibilidad de unos cambios de fronteras en un Estado miembro, el Brexit no ha desatado un temido efecto dominó y en la Casa Blanca ahora se sienta Joe Biden, no Donald Trump. Aunque no han desaparecido, los vientos nacionalpopulistas –que influyeron por diferentes razones en la inflamación catalana– ya no soplan con la intensidad de un trienio atrás.
Por otro lado, en Cataluña, el llamado procés sobiranista, empezado allá por 2010-2012, ha concluido, aunque muchos no se hayan querido dar por enterados. El independentismo, eso es evidente, mantiene un importante caladero de votos –la mitad de la población a grandes rasgos–, pero no tiene la fuerza para obtener una mayoría social consistente ni para llevar a cabo una ruptura unilateral. De ahí el bloqueo. A esto cabe añadir que, según han relevado diferentes encuestas, la mayoría del electorado independentista ya no cree que se pueda conseguir a corto plazo la independencia, como se repitió infinitas veces en los años pasados. Una parte de ese electorado se ha «desconectado» completamente de Madrid y podría radicalizarse aún más, pero otra, aunque no dejará de reivindicar la independencia, se conformaría con un acuerdo que podría blindar las competencias de la autonomía catalana y mejorar la financiación, además de un reconocimiento de Cataluña como nación. Además, el frente independentista no es para nada monolítico: más allá de la unidad de fachada, las divisiones son evidentes y, posiblemente, insuperables. Y tienen que ver también con las estrategias propuestas de cara a la nueva fase política: mientras Junts per Catalunya (JxCAT), un amalgama populista de derecha con ribetes identitarios y etnonacionalistas, sigue apostando por la confrontación con Madrid y no desdeña una nueva declaración unilateral de independencia, el centroizquierda de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) se ha decantado por una vía más pragmática y defiende el diálogo con el gobierno central, mirando al modelo del Partido Nacional Escocés.
Gana el diálogo y la moderación
Estas elecciones catalanas dejan un escenario que puede dar pie a una serie de cambios a mediano y largo plazo, aunque mucho dependerá de las decisiones que se tomen en las próximas semanas. De hecho, en el espacio independentista Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) (21,3%, 33 diputados) se convirtió por primera vez en la primera fuerza, superando, aunque por solo 35.000 votos, a Junts per Catalunya (JxCAT) (20%, 32 diputados), la formación liderada por el expresidente Carles Puigdemont que, para evitar la cárcel, lleva más de tres años instalado en Bélgica. Por otro lado, el sector anticapitalista del independentismo, representado por la Candidatura d’Unitat Popular (CUP), ha mejorado sus resultados (6,7%, 9 diputados), capitalizando la frustración de una parte del electorado secesionista por las promesas incumplidas y las trifulcas entre ERC y JxCAT. La interminable lucha por la hegemonía en el espacio independentista ha visto prevalecer la vía moderada de ERC, que apuesta por ocuparse de la gestión de la autonomía –aún más necesaria en el contexto marcado por la pandemia– mientras trabaja para ensanchar la base soberanista con el objetivo de conseguir en el futuro una amplia mayoría social.
La vía del diálogo y la superación del bloqueo de una década de procés han ganado también entre los partidos antiindependentistas. Si en 2017 el primer partido había sido de forma inesperada Ciudadanos (25%, 36 diputados), que se había erigido en una especie de baluarte para los olvidados del procés, es decir los catalanes que se sienten también españoles, el pasado 14 de febrero ha sido el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), la federación catalana del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el ganador de las elecciones, convirtiéndose en el primer partido tanto en votos (23%) como en escaños (33) y recuperando muchos de los apoyos perdidos tras 2010, sobre todo en sus feudos históricos, como el área metropolitana de Barcelona.
La ultraderecha de Vox entra con fuerza
Más evidentes aún son los cambios en el espectro de la derecha españolista. Por un lado, la burbuja de Ciudadanos se ha desinflado completamente, mostrando que el partido liderado hasta hace poco por Albert Rivera, tras la caída en las elecciones españolas de noviembre de 2019, puede desaparecer más pronto que tarde, incluso en la comunidad autónoma que le ha visto nacer. Respecto a 2017, Ciudadanos ha perdido un millón de votos y 30 diputados al obtener un mísero 5,5% y 6 escaños. Los sueños húmedos de Rivera, que pensaba convertirse en el Macron español, se han desvanecido rápidamente entre la irresponsabilidad de la repetición electoral de 2019 –no quiso pactar un gobierno con Sánchez en verano de aquel año, obnubilado por querer superar el Partido Popular (PP) y convertirse en la formación hegemónica de la derecha española– y la incapacidad para ofrecer una alternativa política en Cataluña tras el éxito de 2017. Ciudadanos ha sido, en pocas palabras, un producto del procés: ahora que este ha terminado, también Ciudadanos desaparece de la escena.
Por otro lado, el PP no consigue salir de las catacumbas: incluso con Ciudadanos desinflado, los populares pierden incluso un diputado y con el 3,8% de los votos se quedan tan solo con tres representantes en el Parlament. No todo depende de las revelaciones del ex-tesorero del partido, Luis Bárcenas, que ha mostrado, una vez más, que la corrupción era endémica en la formación que ha gobernado España durante 14 años. Seguramente lo de Bárcenas ha impactado en la campaña electoral, pero justificar el pésimo resultado por eso, como hace la dirección del PP, no es más que una excusa. La noticia, de todas formas, no debe sorprender, ya que en Cataluña el PP llevaba tiempo siendo más bien una fuerza política residual.
Ahora bien, el problema para el partido liderado por Pablo Casado es que los ultraderechistas de Vox entran con fuerza en el Parlamento catalán: con el 7,7% y 11 diputados se convierten de golpe en la cuarta fuerza. Tampoco esto, en realidad, debería extrañar: desde su ingreso en la política española a finales de 2018, la formación de Santiago Abascal ha obtenido representación en prácticamente todas las comunidades autónomas –en algunas apoya los gobiernos de PP y Ciudadanos, como en Madrid y Andalucía– y en noviembre de 2019 consiguió enviar a las Cortes en Madrid 52 diputados, convirtiéndose en el tercer partido con más representación en el parlamento español. Siendo Vox, en primer lugar, un fenómeno de reacción al independentismo catalán, era esperable que consiguiese un resultado más o menos similar también en Cataluña. Es cierto que obtuvo mejores resultados –rozando incluso el 15%– en el área metropolitana de Barcelona, donde residen muchos hijos de la inmigración proveniente del sur de España en la segunda mitad del siglo XX, mayoritariamente castellano hablantes, pero no podemos descartar que en la decisión de escoger la papeleta de Vox se encuentren también otros elementos, como el discurso antiinmigración o una protesta contra las restricciones sanitarias que han golpeado duramente el sector de la hostelería y la restauración.
Este es un dato a tener en cuenta, ya que el partido de extrema derecha no había conseguido conquistar votantes entre los trabajadores precarios y penetrar en los barrios populares en el resto de España, donde su electorado proviene más bien del conservadurismo tradicional. En la gran familia de la extrema derecha 2.0, Vox se parece poco al Frente Nacional francés, en el sentido de que hasta ahora no había defendido políticas económicas enmarcadas en el llamado «chauvinismo de bienestar»: sus dirigentes tienen un background y un pasado político vinculado al sector más neoliberal del PP y su programa económico es claramente ultraliberal. Quizás los resultados catalanes podrían hacerles cambiar de idea. Y eso, posiblemente, le abriría la puerta para crecer aún más en todo el país ibérico, sobre todo en un contexto socioeconómico como el actual, marcado por las consecuencias de la crisis debida del covid-19.
En suma, la derecha española está viviendo una fase de profunda transformación y la lucha por la hegemonía –ya no entre el PP y Ciudadanos, sino entre el PP y Vox– sigue abierta. El PP deberá entender cómo reaccionar: ¿comprará el discurso de la ultraderecha o marcará distancias? Hasta ahora ha habido una de cal y otra de arena. En síntesis, ¿Casado quiere ser Boris Johnson o Angela Merkel? Esta es la verdadera cuestión de fondo.
Sánchez sale reforzado (de momento)
Mirando a los resultados en una perspectiva española, es indudable que el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, sale reforzado. Por un lado, fue una apuesta personal presentar como candidato socialista a Salvador Illa, su ministro de Sanidad hasta hace pocas semanas. Todas las encuestas han reconocido el «efecto Illa»: gracias a su perfil moderado y su popularidad en la gestión de la crisis sanitaria, el PSC se ha convertido en la primera fuerza en Cataluña, un dato crucial para el futuro ya que el PSOE no ha conseguido nunca gobernar en España sin unos buenos resultados en esa comunidad autónoma. Por otro lado, Sánchez se refuerza dentro de su mismo partido donde nunca han desaparecido las voces críticas, en particular la del expresidente Felipe González y algunos barones regionales, por el pacto de gobierno con Unidas Podemos. Y, en tercer lugar, el Ejecutivo no sale debilitado del test catalán, sostenido hoy en una coalición entre los socialistas y Podemos.
Más allá del buen resultado de los socialistas, En Comú Podem (ECP), la marca catalana liderada por la alcaldesa de Barcelona Ada Colau y vinculada al partido de Pablo Iglesias, consigue mantener sus ocho diputados con el 6,9% de los votos. Un mal resultado habría podido tener como consecuencia un aumento de las tensiones en el Ejecutivo –que no faltan, por otro lado– y hacer descarrilar la única experiencia al día de hoy de un gobierno de izquierdas en Europa. Asimismo, el sorpasso de ERC a JxCAT –aunque por la mínima– permite que el partido liderado por Pere Aragonés pueda afianzarse en su apuesta moderada y pragmática, lo que no solo es importante por los futuros escenarios en Cataluña, sino también por la gobernabilidad en España. Sánchez gobierna en minoría y, en unas Cortes muy fragmentadas, necesita el apoyo de diferentes formaciones regionalistas y nacionalistas, entre las cuales se encuentra ERC, que cuenta con 15 diputados en Madrid. Su voto a favor o, al menos, su abstención es fundamental. En el último año, ERC ha hecho pesar sus votos en el Congreso de los diputados y, aunque con dificultades, ha emprendido un camino favorable al apoyo del Ejecutivo, como se ha visto con el voto a favor de los presupuestos. El resultado conseguido en Cataluña permite a ERC poder continuar en esa senda pactista.
Todo esto conlleva también a que se esfumen las insistentes voces para un escenario a la italiana, es decir una «operación Mario Draghi» en Madrid para descabalgar a Sánchez, echar del gobierno a Unidas Podemos y favorecer un giro al centro con la formación de una especie de ejecutivo de unidad nacional o de gran coalición. De momento, el gabinete de izquierdas puede respirar aliviado. Si bien la cuestión catalana no está ni mucho menos resuelta y las sorpresas no se pueden descartar, la estabilidad del gobierno no debería depender de lo que pase en Barcelona. Los problemas o los riesgos reales, más bien, serán otros, como la gestión de los fondos europeos –unos 140.000 millones de euros en total– o la reforma de las pensiones, sin contar el impacto de la crisis socioeconómica. En 2020 el PIB ha caído un 11%, el peor dato en la Unión Europea, y el desempleo ha superado el 16%, sin contar que hay más de 700.000 personas todavía en el Expediente de Regulación Temporal de Empleo. Además, la tercera ola de la pandemia, con las consecuentes restricciones y las dudas sobre la efectividad de las vacunas rebajan las expectativas de una recuperación más o menos rápida.
¿Y ahora qué?
Los resultados catalanes aportan otra novedad: por primera vez en muchos años existen dos posibles mayorías en el Parlamento de Barcelona, ambas de 74 diputados. La primera sería un gobierno independentista formado por ERC y JxCAT que debería contar con la participación o al menos la abstención de la CUP. Se trataría de una opción continuista, pero con un cambio importante respecto al pasado: por primera vez sería ERC la que ocuparía la presidencia con Pere Aragonés. La segunda mayoría posible sería la de izquierdas, es decir un nuevo Tripartito, como el que gobernó la comunidad autónoma entre 2003 y 2010, formado por los socialistas, ERC y ECP. Este escenario permitiría romper los bloques identitarios y facilitaría el diálogo entre Barcelona y Madrid con la apertura de una nueva fase política.
El problema es que difícilmente ERC tendrá la valentía de salir del marco mental del procés, dejando en manos de JxCAT la oposición independentista. Téngase en cuenta, además, que durante la campaña electoral todos los partidos independentistas se han comprometido en no pactar en ningún caso con el PSC. Un acuerdo que muestra la peculiaridad del contexto catalán, un verdadero laboratorio (nacional)populista: mientras en toda Europa los partidos democráticos establecen cordones sanitarios para aislar a la extrema derecha, en Cataluña los independentistas los firman para aislar a una formación socialdemócrata. Más allá de que todo lo que se dice en una campaña electoral queda a menudo como papel mojado, es bastante difícil de que se llegue a un nuevo Tripartito.
Queda así la primera opción, mucho más probable. Ahora bien, también ahí hay dificultades y no todo está escrito. ¿Con qué programa de gobierno se presentaría de hecho este nuevo gobierno independentista? ¿Apostaría por la vía del diálogo o la de la confrontación? Aragonés propone incluir En Comú Podem en el Ejecutivo para ganar centralidad y diluir el peso de JxCAT, pero la formación de Colau no puede ver ni en pintura una alianza con un partido neoliberal que cuenta con dirigentes que defienden un nacionalismo excluyente de ribetes trumpianos. ERC ha lanzado así el lema de la amnistía por los líderes condenados y de un referéndum de autodeterminación pactado, opción que la Constitución española no permite y que el PSOE rechaza de manera tajante. Sobre lo primero se podría llegar a un compromiso si el gobierno español acelera –como parece intencionado a hacer– los indultos. No es lo mismo que una amnistía, pero se le parece.
Hay otras consideraciones: las relaciones entre ERC y JxCAT son pésimas y la formación de Puigdemont nunca ha sido el socio minoritario de una coalición. Le costará aceptar su subordinación, aunque sabe también que quedarse fuera del gobierno implicaría un problema enorme por un partido que está aún en fase de estructuración –se trata de la transformación populista de la vieja Convergència Democràtica de Catalunya– y que, consecuentemente, perdería su cuota de poder y de gestión.
En las próximas semanas se despejarán algunas de estas incógnitas: el 12 de marzo debe constituirse el nuevo Parlament con la elección del presidente de la cámara catalana. Ahí se verá por donde van los tiros. Tampoco se puede descartar que los vetos cruzados y el establecimiento de unas líneas rojas insuperables lleven a un bloqueo y a una repetición electoral en verano. Para evitar este escenario u otro de aumento de la conflictividad –aunque solo retórica– entre Madrid y Barcelona, sería oportuno que todos se dieran un baño de realismo, entendieran la correlación de fuerzas existentes y se arremangaran para evitar que la polarización, junto al cansancio de la gente, crezca aún más, convirtiendo en una realidad los bloques identitarios y allanando el camino a la ultraderecha de Vox.