Siempre ha habido injusticias. Por culpa de explotadores sin escrúpulos, por cobardes dispuestos a ceder a todo con tal de conservar su puesto, por ambiciosos que desean más y más poder y riqueza.
Frente a la miseria, incluso al hambre que sufren millones de personas por culpa de la injusticia, en el pasado y en el presente han surgido falsos mesías.
El falso mesías es un líder que se siente “llamado” a iniciar la revolución, a imponer (según promete) la justicia, a eliminar opresores e iniciar un mundo nuevo, perfecto, incorrupto.
El falso mesías realiza promesas halagüeñas. Con sus palabras y con sus programas más o menos definidos, sintoniza con el dolor del pueblo, con la angustia de la gente pobre, con el hambre de quienes no saben cómo conseguir el pan de cada día.
El falso mesías crea ilusiones, suscita esperanzas, logra adhesiones, moviliza masas. Encandila a miles de personas, dispuestas a sumarse al movimiento revolucionario, a la conquista del mundo perfecto, a la rebelión contra los opresores. A veces da un toque religioso a sus proyectos, se presenta como líder carismático, inicia “guerras santas” en las que surgirán, según promete, estados teocráticos “perfectos”.
Pero el falso mesías vive ciego en su autoexaltación. Por eso trabaja hasta la locura por la conquista del poder a cualquier precio, realiza todo tipo de extravagancias, incluso de violencias, con tal que lograr sus objetivos.
Inicia, incluso, guerras de liberación, alzamientos populares con miles de campesinos hambrientos y mal armados, con barricadas en las calles en las que obreros o jóvenes luchan desesperadamente con policías o ejércitos profesionales.
Si la revolución triunfa, si las masas rompen los diques del sistema establecido, inicia la fase de atropellos y crímenes masivos. Los enemigos políticos son eliminados sistemáticamente. Las libertades se suprimen “en nombre de la revolución” o del triunfo del estado teocrático. La oposición queda reducida a la impotencia, perseguida y encarcelada como aliada de la injusticia opresora o de fuerzas extranjeras que buscan ahogar la lucha popular.
Crímenes, cárceles, incendios, guerras más o menos abiertas, siembran con desorden y caos la vida de los pueblos. El pobre, de repente, descubre que es más pobre. El que sufría por culpa de los opresores del pasado ahora siente cómo una nueva dictadura ahoga su vida familiar y social. El que defendía al caudillo idealizado no puede ya pronunciar ideas propias ni disensos democráticos porque sólo el líder tiene la razón, y nadie puede alzar una voz contra las consignas revolucionarias.
Así han actuado personajes siniestros del pasado, como Robespierre, Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Mao Tse Tung, Pol Pot. Así actuarán en el futuro, quizá ya en nuestro presente dramático, líderes inquietos dispuestos a todo para conquistar, a través de promesas irrealizables, el poder en nombre de pueblos realmente oprimidos.
Ha habido, hay, y habrá, falsos mesías. No será fácil resistir a sus engaños, combatir contra sus mentiras, detener su pasión violenta. Porque buscan a toda costa imponer sociedades “perfectas” que son, en realidad, reflejos profundos de la máxima injusticia: la de quien promete un mundo justo a costa de la vida de miles de inocentes.
Frente a tanto engaño y tanta sangre, los cristianos tenemos el Evangelio. El mundo no cambia con promesas vanas ni con violencias gratuitas. El mundo cambia cuando introducimos amor y esperanza, cuando mejoramos por vías pacíficas las leyes, cuando denunciamos, sin odio, explotaciones inhumanas para ir, poco a poco, hacia sociedades más perfectas.
Habrá siempre, es realista reconocerlo, pobres entre las calles de nuestro barrio. Pero serán ayudados y asistidos, hoy como en el pasado, por miles de hombres y mujeres que, desde su fe cristiana, saben vencer el mal del mundo con el bálsamo de la misericordia y del amor fraterno.
No necesitamos falsos mesías. Necesitamos hacer presente, con sencillez y con audacia, el rostro de Jesús el Nazareno. Dios y Hombre, amigo de los pobres y enfermos, enemigo de injusticias, promotor de amores que rompen barreras sociales, políticas o culturas que separan a los hombres. Verdadero Mesías, sembrador de esperanzas en un mundo lleno de heridas, necesitado de nuevos samaritanos que limpien llagas y construyan, sin violencia ni rencores, sociedades justas y fraternas.