Cometer errores es, casi inevitablemente, parte de la misma vida.
Nos equivocamos al pensar que es buena una persona que luego nos da una puñalada en la espalda (con su lengua, con sus acciones, incluso con un gesto agresivo).
Nos equivocamos al pensar que es mala una persona buena. Por golpes de la vida, por envidias, por egoísmos profundos, descalificamos a otros, los acusamos de delitos que nunca cometieron, o simplemente vemos segundas intenciones en sus palabras amables y en sus ayudas sinceras.
Es triste descubrir que el “amigo” era un villano. Es más confortante abrir los ojos a la bondad de quien teníamos por malo, aunque nos duele tener que reconocer que hemos pensado mal de un inocente.
Pero uno de los errores más graves que puede cometer el cristiano es vivir sin misericordia, sin amor, cerrado a la alegría que viene del perdón sincero.
La Palabra de Dios es clara: “Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia” (St 2,13). Porque todos estamos llamados a ser como el Padre, que ama a todos, buenos o malos, justos o injustos:
“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,46-48).
Hay quien sigue la norma “piensa mal y acertarás”, quizá sin darse cuenta de que “pensar mal” casi siempre es el resultado de amar poco y muchas veces lleva a errores graves en el juicio que hacemos sobre otros.
El cristiano tiene otra norma: ama a los demás como Dios los ama. Al bueno y al malo: no somos ciegos, ni tenemos que decir que lo blanco es negro, o que lo negro es malo.
Por eso, también en los casos en que, sin culpa, pensemos que una persona es mala cuando realmente es buena, o que es buena cuando realmente es mala, nunca nos equivocaremos si a los dos sabemos amarles sinceramente.
Así evitaremos uno de los errores más graves que puede herir nuestra vocación cristiana: caer en la inmisericordia. Será posible entonces vivir en la verdad del Evangelio, porque pensaremos y actuaremos según el corazón de Cristo, que no vino a condenar, sino a salvar (cf. Jn 12,47).
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