La sinceridad está en alza, es cotizada en muchos corazones. Porque la hipocresía resulta detestable, y porque nos gusta encontrar en el otro a alguien abierto, confiado, sin engaños.
Pero a veces nos excusamos en la sinceridad para encubrir la propia pereza, para pactar con los defectos, para justificar los males que cometemos.
Es entonces cuando escuchamos o decimos frases como estas: “Sé que el tabaco hace daño, pero nace de mí el seguir fumando”. “No puedo negar que miento en ocasiones, pero es parte de mi psicología”. “Dejaría de ser yo mismo si cumpliese mis promesas; me sentiría como un palo de luz sin sentimientos”. “La espontaneidad es parte de mi vida: no me pidas una constancia que anularía mi espíritu aventurero”. “Me sentiría un hipócrita si dejase de decir lo que pienso de los demás. Sé que he dañado mucho a algunos, pero no puedo almacenar en mi pecho lo que pienso sobre los demás”.
Con la excusa de la sinceridad, con una pantalla de transparencia y de honestidad, aceptamos y pactamos con modos incorrectos de ser, de pensar y de actuar, incluso cuando reconocemos que vivimos mal, que dañamos a otros, que hemos llegado a violar normas elementales de justicia y de convivencia.
La sinceridad no es un pasaporte que sirve para vivir según caprichos del momento. Tampoco es una excusa para secundar explosiones de ira o para albergar odios malignos, ni debe convertirse en un atenuante ante la propia conciencia y ante amigos sinceros que denuncian aquellos males y pecados profundos que nos destruyen y que dañan a quienes viven a nuestro lado.
La verdadera sinceridad nos lleva a denunciar sin miedo que el pecado es pecado, a decir que lo que hago consciente y libremente está mal si va contra Dios y contra los hombres. Esa sinceridad se convierte, entonces, en un estímulo que arranca perezas, que busca extirpar las raíces del mal en la propia vida, que lanza al corazón a dejar modos de pensar y de actuar que nos destruyen.
Vale la pena no abusar de palabras como “autenticidad” o “sinceridad” para convertirlas en excusas con las que mantenemos comportamientos equivocados. Será posible entonces reconocer las propias faltas, denunciar honestamente el pecado en la propia vida y romper con perezas que paralizan. Sobre todo, será posible pedir perdón a Dios a través de una confesión bien hecha, desde la que pondremos en marcha propósitos sinceros, que asuman en serio principios éticos y que orienten nuestros pasos hacia el bien verdadero, en la propia vida y en las relaciones con quienes viven a nuestro lado.