Con inusitada frecuencia desfilan hoy día por las pantallas de televisión episodios de dolor, de violencia y de muerte realmente aterradores.
Nunca podré olvidar las escenas que transmiten en los noticieros sobre la violencia de los secuestradores y narcotraficantes.
El dolor y tragedia en el terremoto de Haití.
Así mismo, quedarán para siempre impresas en la memoria de los que lo vieron, las imágenes de la aplicación de la pena de muerte a una mujer en la cámara de gas, televisada al mundo entero, desde los Estados Unidos, no hace mucho tiempo.
Lo más sobrecogedor y terrible, al estar viendo aquello, era saber que no había ningún truco ni montaje. No era cine o película. Era pura y cruda realidad. Y ante ella, cualquier sensibilidad mínimamente despierta, se ve presa de una tremenda sacudida y conmoción.
Al reflexionar en todo esto me ha asaltado el recuerdo otra ejecución. La más importante y trascendente de la historia.
Ocurrió hace ya bastantes siglos, por lo que no disponemos de ninguna filmación. Pero el carecer del video no importa tanto; sabemos que fue tan real como la que más.
Tenemos a mano los documentos donde está recogida la historia de los últimos instantes de ese hombre-Dios ajusticiado en una cruz junto a dos malhechores, en el monte Calvario, a las afueras de Jerusalén.
¡Qué bien nos vendría a todos repasar de vez en cuando esas páginas del Evangelio cargadas de dramático realismo! Y hacerlo no con ojos miopes, corazón tibio o mente superficial; sino abriéndonos a ese misterio con toda nuestra capacidad humana de asombro, de admiración, de sobrecogimiento, de gratitud.
Mucho me temo que algunos de nosotros ya hemos sedado nuestra sensibilidad ante la pasión y muerte de Cristo. ¡Qué lástima que veinte siglos hayan erosionado y desfigurado tanto la imagen de ese cuerpo crucificado!
¡Qué pena que ya no nos conmueva y estremezca! A fuerza de verlo en tantas partes, nos hemos acostumbrado a pasear delante de él con apatía e indiferencia. Ya no nos lacera ese rostro abofeteado y cubierto de salivazos, esa frente bañada en sangre y ceñida de espinas, ese torso sembrado de llagas y hematomas, esas manos y esos pies perforados por los clavos.
Todo eso, junto a otros insondables sufrimientos espirituales y morales, lo padeció Cristo, siendo inocente. Él no había cometido maldad alguna y no hubo nunca en su boca mentira. Él pasó por el mundo haciendo el bien. Y fue apresado como un delincuente, escarnecido como un demente, ajusticiado como un criminal.
Como cordero al degüello era llevado… y tampoco él abrió la boca. ¿Por qué? ¿Por qué ese modo de comportarse tan escandalosamente impropio de alguien que es Hijo de Dios? ¿Por qué su pasión? ¿Por qué su muerte? Y, ¿por qué en la cruz?
La respuesta, en el fondo, es una sola. Porque amaba inmensamente al Padre. Porque amaba locamente a los hombres. Porque amaba y ama a cada uno de nosotros; y con un amor llevado hasta el extremo, hasta dar su vida colgado de un madero.
¿Quién no se conmociona al descubrir detrás de ese crucificado el amor infinito y personal de todo un Dios hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación?
Dejemos que la contemplación del amor de Cristo, manifestado en su pasión y muerte, toque nuestro corazón y haga brotar en él la decisión de corresponder con un amor al menos semejante.
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