Por P. Miguel Rivilla
Hoy mucha gente, en muchas partes y en muchos medios, habla de calidad de vida. Pero... ¿de qué vida se trata?
La generalidad de la gente entiende sólo por vida el bienestar personal, con lo que eso conlleva de salud, dinero y satisfacciones materiales. Pocos son los que de verdad piensan que toda persona, al estar compuesta de materia y espíritu, además de sus apetencias físicas, corporales o materiales, tiene otra vida espiritual, que le diferencia esencialmente de los animales y que igualmente tiene sus exigencias.
Todos los humanos tendemos naturalmente y nos sentimos atraídos por el bien, la belleza, la verdad y el amor. Dentro y fuera de nosotros encontramos –en las demás criaturas– parte de esas cualidades que nos fascinan, pero que sólo satisfacen relativamente. La fuente de toda bondad, belleza y verdad está sólo en Dios, que es el Ser ABSOLUTO. Hacia Él, como las partículas de hierro ante el imán, nos sentimos todos los hombres atraídos irremediablemente. Con más o menos consciencia todos los humanos, a lo largo de nuestra vida experimentamos la verdad del dicho agustiniano: "Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón anda inquieto hasta que descanse en Ti". Y es que, lo pensemos o no, venimos de Dios, somos de Dios y a Dios nos dirigimos. Como obra maestra salida de sus divinas manos, dependemos totalmente de él.
Ahora bien, por la fe en la revelación divina, sabemos que, además de todo esto, somos hijos adoptivos de Dios por la gracia recibida en nuestro bautismo. Este sacramento nos hizo hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia y herederos del cielo. El bautismo nos ha incorporado o injertado como el sarmientos a la vid, a Jesucristo, hontanar de vida divina. Esta misma vida, que cual surtidor salta a la eternidad, es la que vino a traernos Jesús cuando dice en el evangelio: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia".
¡Qué pena el comprobar que sean tan pocos los humanos que son conscientes de esta realidad tan maravillosa! Nada es comparable a ella y sin embargo ni es conocida ni apreciada por la mayoría.
Abrumados y entretenidos por los afanes y preocupaciones de la vida material, se olvida, se ignora, se pospone y hasta se desprecia el cultivo de la vida sobrenatural. El pecado, que produce la muerte de la vida divina en las personas, embota de tal modo sus facultades superiores, que les rebaja, incluso, por debajo de los animales. Es el instinto quien se enseñorea del alma, apagando la luz de la razón.
Nada, por otra parte, puede suplir a la gracia divina en el hombre, para que éste se comporte correctamente en todos los aspectos de su vida. El pecado domina el espíritu y produce frutos de corrupción. El sarmiento separado de la vid no sirve para nada, sino para echarlo al fuego y que arda. Tal es el triste destino de aquel que libre, consciente y voluntariamente se aparta de Dios por el pecado.
Para que el bautizado vuelva a adquirir su condición de hijo de Dios, se precisa la conversión, es decir la vuelta a Dios. Dios siempre, de mil modos y maneras, está llamando al hombre a la conversión. Espera que éste recapacite y libremente acepte su gracia y su perdón. El cauce normal y ordinario es a través de su Iglesia, quien ejerce el poder de reconciliar a los pecadores, dado por Jesucristo, por el sacramento de la penitencia.
Si bien es cierto que todo tiempo es bueno para reconciliarse con Dios, lo es de un modo especial el tiempo fuerte de CUARESMA. "Este es el día del Señor, éste es el tiempo de la misericordia", nos recuerda a todos nuestra madre la Iglesia. Dado que todos los humanos somos pecadores –necesitados de la gracia y el perdón de Dios–, pues el único justo es Jesús, no deberíamos desaprovechar este tiempo propicio de cuaresma para reconciliarnos con Dios, con su Iglesia, con nosotros mismos y obtener así la paz de nuestra conciencia.
Merece la pena volvernos a nuestro Padre Dios, que nos está aguardando con los brazos abiertos. El nos quiere, nos comprende y nos perdona siempre. "Conoce nuestra masa y sabe que somos barro". El es un Dios compasivo y misericordioso. No nos trata como merecen nuestros pecados. El perdona todas las culpas y nos colma de gracia y de ternura. Basta que desde el fondo de nuestro corazón digamos sinceramente arrepentidos, como el publicano de la parábola: "Acuérdate de mí, Señor, que soy un pecador", y la gracia de Dios nos justificará de inmediato, aunque nos quede luego la obligación de reconciliarnos con la Iglesia por medio del sacramento del perdón.