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General: La misericordia de Dios cura nuestra miseria
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: perladelmar  (Mensaje original) Enviado: 21/03/2010 01:37
La misericordia de Dios cura nuestra miseria
Juan 8, 1-11. Domingo de Cuaresma. ¡Cuánto agradecimiento y amor habrá nacido en el corazón de esa mujer. Se sintió respetada, aceptada como ella era.!
Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net

Juan 8, 1-11


En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».


Reflexión


Un grupo de judíos, capitaneados por algunos letrados y fariseos, presentan a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, con la intención de apedrearla.

¡Hipocresía y dureza de corazón que nos indigna! Acusan a una mujer y se amparan en la Ley de Moisés para poder condenarla a muerte y saciar en ella su sed de odio y de sangre, bajo la apariencia de “justicia ante la ley”. Usan el nombre de Dios y de su santa Ley para matar, asesinar y quebrantar el mandamiento más importante, que es el de la caridad. Actitud mezquina e inmisericorde que, en vez de perdonar a quien falla y se equivoca, por los motivos que sean, se ceban en el pecador para condenarlo sin ninguna piedad ni compasión. Esto se llama fariseísmo y fanatismo. Algo de esto es lo que estamos viendo ahora todos los días en Medio Oriente y en muchas otras partes del mundo: violencia, terrorismo, kamikazes que se “inmolan” para matar, asesinar y sembrar el pánico entre la gente. ¡Matar en nombre de Dios! Eso es una contradicción.

Pero lo más lamentable y penoso de estos fariseos es que, además de acusar a esta pobre mujer, querían aprovechar esta ocasión para poder acusar y condenar a muerte al mismo Jesús. ¡Dos objetivos igualmente malvados y asesinos!

Sin embargo, el comportamiento de nuestro Señor es totalmente diferente: abre su corazón infinito, dulce y misericordioso para perdonar todas las heridas morales de esta mujer. Pero no sólo la perdona, sino que la comprende, la acoge, la defiende. Yo creo que, más que el mismo perdón -que ya es un gesto inmenso— lo más maravilloso de todo es la manera como lo ofrece: con un respeto infinito, una dulzura increíble, una comprensión inimaginable. Jesús no se escandaliza ni pone el grito en el cielo porque “esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio”. Palabras textuales de los fariseos. ¡Hipócritas fanáticos y asesinos!

Jesús no. Él calla. Se mantiene sereno. Finge no oír las acusaciones. Se inclina y escribe en la tierra como para hacerse el desentendido. Hace la vista gorda y parece no ver ningún mal. Perdona. Comprende las miserias humanas.

Pero como los fariseos insistían en sus acusaciones, nuestro Señor se incorpora y responde con un golpe magistral, de los suyos, como Él sabe hacerlo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Y después de esta sentencia, otra vez se inclina y continúa escribiendo en la tierra. No es la actitud orgullosa y desafiante del polemista que se siente ya vencedor del pleito. No. Permanece en su postura humilde, discreta, como para no humillar ni poner a nadie en evidencia, a pesar de que los acusadores sí que lo hacen. Jesús deja que sean ellos mismos quienes se desenmascaren delante de Dios y de su propia conciencia.

Y entonces -nos dice el Evangelio— “al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno”. Juan añade, con un cierto tono de ironía: “empezando por los más viejos”. Todos hemos pecado. Y si todos somos pecadores, ¿por qué nos empeñamos en ser tan crueles y duros con los que caen? Ya nuestro Señor nos lo había dicho en el Sermón de la Montaña: “¿Cómo puedes ver la paja del ojo de tu hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita! Primero saca la viga del tuyo y luego podrás sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7, 3-5). Y, hablándonos del perdón, nos enseñó a perdonar sin condiciones a nuestro prójimo, “porque, si no perdonáis a quien os ofende, tampoco vuestro Padre Celestial perdonará a vosotros vuestras faltas” (Mt 5, 14-15; 18,35). San Pedro Crisólogo, hablando de la oración y de la misericordia, nos dice en el Sermón 43: “Es un mal solicitante el que espera obtener para sí lo que él niega a los demás”. También el perdón y la compasión.

Ya cuando se han marchado todos los acusadores, entonces Jesús se incorpora y espera a que la mujer, toda temblorosa, se acerque hasta Él: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿ninguno te ha condenado?”. “Ninguno, Señor” -respondió ella con grandísimo respeto, humildad y confusión. “Pues tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más”. ¡Qué maravillosas palabras, brotadas directamente del corazón de Dios! Jesús era el único que, en justicia, podía condenarla, porque Él no tenía pecado. Y, sin embargo, su actitud es de inmensa piedad y compasión, de ternura y misericordia hacia esa pobre mujer: “Vete y no peques más”.

¿Cuánto agradecimiento y amor habrá nacido en el corazón de esa mujer? ¡Se sintió respetada, aceptada como ella era, también con sus miserias y pecados! Pero, sobre todo, se supo comprendida, perdonada, acogida y elevada a una dignidad mayor.

¡Éste es el poder y el secreto de la misericordia de nuestro Señor! Al igual que al hijo pródigo, la ternura del corazón de Dios destruye lo pasado, regenera, da nueva vida. El Papa Juan Pablo II, en su encíclica “Dives in misericordia” (“Dios, rico en misericordia”), nos dice que Él (el padre de la parábola, o sea Dios) actúa bajo el influjo de un profundo afecto y así se explica su generosidad; además, con su misericordia salva otro bien fundamental: la dignidad, la humanidad del hijo (DM, 6).

Es lo que hace Jesús al perdonar a la mujer y al perdonarnos a cada uno de nosotros. Nunca nos humilla. Nos respeta, nos eleva, nos dignifica. Y, sobre todo, nos lleva al Corazón del Padre, a la experiencia del amor infinito de Dios. Si así es la misericordia del Padre, ¿cómo no acercarnos a pedirle perdón y a reconciliarnos con Él? ¿Qué estamos esperando para convertirnos en esta Cuaresma? ¿Por qué no volver a Dios con todo el corazón y con toda el alma, a través de la confesión y de los sacramentos? ¡No lo dejes para mañana! Hoy es el día de la salvación.

 


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De: Hansel y Gretel Enviado: 29/03/2010 14:07


 
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