Canción de cumpleaños
Una mañana, John Evans apareció en mi vida. Era un chico de aspecto harapiento, vestido con ropas que alguien le había pasado, de una medida mucho más grande que la suya, y zapatos gastados que se abrían en las costuras.
John era hijo de obreros golondrina negros que acababan de llegar a nuestro pueblo de Carolina del Norte para la temporada de recolección de manzanas. Esos obreros eran los más pobres entre los pobres y ganaban apenas lo suficiente como para alimentar a su familia.
Aquella mañana, de pie frente a nuestra clase de segundo grado, John Evans presentaba un aspecto lamentable. Se apoyaba alternativamente en el pie derecho y en el izquierdo mientras nuestra maestra, la señora Parmele, anotaba su nombre en el registro. No estábamos seguros de qué hacer con ese harapiento recién llegado, pero susurros de desaprobación comenzaron a pasar de fila en fila.
-¿Qué es eso? –murmuró el chico sentado detrás de mí.
-Que alguien abra la ventana –sugirió una chica, riéndose.
La señora Parmele nos miró desde atrás de sus anteojos de leer. El murmullo se detuvo y ella prosiguió con sus papeles.
-Alumnos, éste es John Evans –anunció la señora Parmele, tratando de sonar animosa. John miró a su alrededor y sonrió, a la espera de que alguien le devolviera la sonrisa. Nadie lo hizo. De todos modos, siguió sonriendo.
Retuve el aliento, rezando para que la señora Parmele no advirtiera el pupitre vacío junto al mío. Lo advirtió y señaló el lugar a John. Él me miró mientras se deslizaba en el asiento, pero desvié la mirada para que no pensara que yo era un posible amigo nuevo.
Hacia el final de la primera semana, John había encontrado un terreno firme en el fondo de la escala social de nuestra escuela.
-Es culpa de él –le dije a mi madre una noche, a la hora de la cena-. Apenas sabe contar.
Mamá había llegado a conocer a John bastante bien a través de mis comentarios. Siempre me escuchaba con paciencia, pero rara vez emitía más de un pensativo “hmmm” o “ya veo”.
-¿Puedo sentarme a tu lado? –John estaba de pie frente a mí, con la bandeja del almuerzo en la mano y una sonrisa en el semblante. Miré para ver si alguien me estaba mirando.
-De acuerdo –respondí con voz débil.
Mientras lo observaba y lo escuchaba charlar, me di cuenta de que tal vez parte del ridículo acumulado sobre John era injusto. En realidad, resultaba agradable estar con él y era por lejos el chico más alegre que conocía.
Después de almorzar, unimos fuerzas para conquistar el campo de juegos, pasando de las barras a las hamacas y al arenero. Mientras formábamos fila detrás de la señora Parmele para volver a clase, decidí que John no seguiría sin amigos.
-¿Por qué te parece que los chicos tratan tan mal a John? –le pregunté una noche a mamá mientras me arropaba para dormir.
-No lo sé –repuso con tristeza-. Tal vez no sepan hacer otra cosa.
-Mamá, mañana es su cumpleaños y no van a regalarle nada. Ni una torta. Ni un regalo. Nada. A nadie le importa.
Mamá y yo sabíamos que, cada vez que un chico cumplía años, la madre traía tortas individuales y regalos para toda la clase. Entre mi cumpleaños y el de mi hermana, mamá había hecho varios viajes a lo largo de los años. Pero la madre de John trabajaba todo el día en el campo. Su día especial iba a pasar inadvertido.
-No te preocupes –dijo mamá mientras me daba el beso de las buenas noches-. Estoy segura de que todo saldrá bien. – Por primera vez en mi vida, pensé que podía estar equivocada.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, anuncié que no me sentía bien y que quería quedarme en casa.
-¿Tiene algo que ver con el cumpleaños de John? –me preguntó mamá. Mis mejillas coloradas fueron la única respuesta que le hizo falta. -¿Cómo te sentirías si tu único amigo no apareciera el día de tu cumpleaños? –me preguntó cariñosamente. Lo pensé un momento y luego le di un beso de despedida.
Lo primero que hice esa mañana fue desear feliz cumpleaños a John, y su sonrisa tímida me demostró que estaba contento de que lo hubiera recordado. Tal vez después de todo no fuera un día tan horrible.
Hacia la mitad de la tarde, casi había llegado a la conclusión de que los cumpleaños no eran un asunto tan importante. Entonces, mientras la señora Parmele escribía ecuaciones de matemática en el pizarrón, oí un sonido familiar en el pasillo. Una voz que conocía estaba cantando una canción de cumpleaños.
Momentos más tarde, mamá atravesó la puerta con una bandeja de tortas individuales con velitas. Bajo el brazo llevaba un regalo con un lindo envoltorio y un moño rojo.
La voz chillona de la señora Parmele se le unió, mientras la clase me miraba en busca de una explicación. Mamá vio a John mirándola como un ciervo encandilado por los faros del automóvil. Puso las tortas individuales y el regalo sobre su pupitre y dijo:
-Feliz cumpleaños, John.
Mi amigo compartió generosamente sus tortas con la clase, llevando pacientemente la bandeja de un pupitre al otro. Noté que mamá me miraba. Me sonrió y me guiñó el ojo mientras yo mordía la húmeda cobertura de chocolate.
Cuando pienso en eso, apenas puedo recordar los nombres de los chicos que compartieron ese cumpleaños. John Evans se mudó poco tiempo después y nunca volví a saber de él. Pero cada vez que oigo esa canción familiar, recuerdo el día en que sus notas sonaron más verdaderas: en los suaves tonos de la voz de mi madre, acompañados por un resplandor en los ojos de un niño y el gusto de las tortas individuales más dulces del mundo.
Robert Tate Miller
(Historia de la vida real tomada del libro "La última taza de chocolate caliente para el alma")