CONFESION
MEA CULPA .
Qué día triste. Qué dolor leer estampada en el título del diario la noticia irreversible de la confusión canonizada y de la mentira hecha ley.
"Perdimos", fue lo primero que pensé. Después intenté consolarme: "Dimos batalla: mandamos mails, repartimos volantes y juntamos a miles de personas anteayer frente al Congreso. Hicimos lo que pudimos, lo que estuvo a nuestro alcance...".
Y después volví a pensar: perdimos, y nuestra reacción no fue más que eso, una reacción desesperada a último momento (posterior incluso a la media sanción en la Cámara de Diputados), un manotazo de ahogado.
Anteayer, en la marcha frente al Congreso, no había canción ni globo naranja que pudieran arrancarme una sonrisa... Mi ánimo no estaba para festejar nada, porque yo ya había experimentado la derrota: no la derrota parlamentaria, la de anoche -porque con respecto a eso todavía tenía ilusión-, sino una derrota mucho más profunda. La derrota de que la mayoría de la gente, incluidos muchísimos miembros de la Iglesia, esté de hecho tan confundida. La derrota de que tantas personas no vean nada de malo en el "matrimonio igualitario"; la derrota de que tantos jóvenes católicos no sientan la necesidad de oponerse a esta nueva ley.
Esta mañana me enojé muchísimo... Pero ¿contra quién me voy a enojar? ¿Contra los del lobby gay? ¿Contra mandinga, que mete la cola? ¿Contra los senadores que legislan para su bolsillo? ¿Me voy a escandalizar de lo que sé de memoria? No, enojarme en serio contra estas realidades sería hipócrita.
Una gripe cualquiera ha matado a la criatura: el que nunca la protegió, el que nunca quiso vacunarla ni le dio la nutrición necesaria no tiene derecho a quejarse de nadie. "Si quiere llorar, que llore, nomás".
Nos han vencido sin tener que recurrir a la inteligencia: casi no hubo necesidad de negar la ley natural, de eliminar a Dios, de ir a lo profundo... No, les bastó el cuatro de copas de los juegos de palabras, los testimonios conmovedores, la retórica barata, los lugares comunes, la corrección política y la insistencia mediática. Vergüenza, decimos. Sí, pero más vergüenza la nuestra. Un resfrío nos llevó a la tumba: alguien tiene que hacerse cargo de la inmunodeficiencia.
Yo me quiero hacer cargo, y confesar, como miembro de la Iglesia, que hemos pecado mucho de omisión. Quiero pedir perdón porque gran parte de nuestros hijos, de los exalumnos y alumnos de nuestros colegios y de los jóvenes de nuestros grupos no tiene más formación que la que reciben de los Simpson, de Tinelli y, en el mejor de los casos, del CBC. No les hemos ofrecido herramientas para discernir la verdad del error, ni una estructura mental capaz de asegurarles el mínimo sentido crítico. He podido constatar a qué grado de confusión y de incoherencia con la fe que sinceramente profesan han llegado, pero no puedo enojarme con ellos, y, sobre todo, no tengo por qué hacerlo. Tengo que pedir perdón por la verdad que no les mostré, por la formación que no les di, por la catequesis que no les enseñé.
Quiero pedir públicamente perdón por vender el amor de Dios como un sentimiento fácil y meloso, por la demagogia de no poner límites, por mostrar la misericordia como opuesta a la verdad, por recortar la Palabra de Dios y echarle soda al Evangelio, por tenerle miedo a la exigencia, por subestimar a las personas, por no formar las conciencias, por no hablar del pecado, por el egoísmo de callar verdades para que no me dejen de querer, por no corregir, por seguir la opinión políticamente correcta en vez de buscar la verdad con franqueza, por perseguir los éxitos pastorales inmediatos y no el verdadero bien de los otros, por ser incoherente y tibio, por no confiar en la gracia de Dios y en la fuerza del Evangelio... ¡Mea culpa!
No nos quejemos del "mundo", ni nos contagiemos de sus métodos propagandísticos para ganar la pulseada. Reconozcamos nuestras omisiones y nuestras incoherencias, pidamos perdón y convirtámonos al Evangelio, que sin éxito, sin brillo y sin fuerza humana (esto enseña la "sabiduría de la cruz") cambia el corazón de las personas.
Ahora hay que mirar para adelante, y empezar a revertir, con el amor de la verdad y la educación, la inmunodeficiencia espiritual pandémica que estamos padeciendo. Las parroquias, la catequesis, los colegios, los grupos eclesiales han de ser ámbitos donde las personas se alimenten con la Palabra de Dios, que es Verdad y Vida, y que proporciona los anticuerpos mentales para que, como decía el salmo 70: "no quedemos confundidos para siempre".
Publicado por Cristián Dodds (hijo). Seminarista de la Diócesis de San Isidro.
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