Cada vez que yo lo visitaba, me relataba cómo se habían conocido, un día que nunca olvidaría. Me contaba que primero la vio en una multitud de gente en la feria, y que le había impresionado "la linda cinta roja que llevaba en sus bellos cabellos castaños". Luego sacaba su billetera y me enseñaba la fotografía que tomó aquel día en la feria. Siempre la llevaba consigo.
Con el tiempo, el abuelo llegó a estar demasiado débil para vivir solo y cuidar de sí mismo. A veces, hasta se olvidaba de comer. Sabía que era sólo cuestión de meses que él también tuviera que ser atendido por otros.
Esto no fue fácil de aceptar. Siempre había sido un hombre tenazmente independiente. Condujo su auto hasta los noventa y tres años, y jugó golf diariamente, cuando el clima lo permitía, hasta los noventa y seis años. Pagó sus cuentas, mantuvo su apartamento, se lavó la ropa, compró y cocinó su comida hasta los noventa y siete años. Pero cuando se aproximaba a los noventa y ocho, ya no pudo cuidar más de sí mismo.
Después de mucha persuasión, amor y apoyo, se avino a ingresar al hogar donde se encontraba mi abuela, pero con una condición: compartiría una habitación con ella o no iría. Esto fue lo que decidió y la familia estuvo de acuerdo. Quería "estar con su amada".
La directora aceptó la solicitud y el abuelo ingresó. El día que llegó, sin embargo, se le dijo que debería aguardar un par de días hasta que trasladaran a la persona que compartía la habitación con la abuela. Le aseguramos al abuelo que todo estaría bien y partimos, suponiendo que estaba arreglado.
Pero los días se convirtieron en semanas y el abuelo aún no había sido trasladado a la habitación de la abuela. Cada vez estaba más confundido y letárgico. No comprendía por qué no podía estar con ella. Peor aún, se hallaba en otro piso y ni siquiera podía "encontrarse" con ella.
Mi madre preguntaba constantemente por qué no habían trasladado al abuelo y a qué se debía la demora, pero sus preguntas caían en oídos sordos. Por fin, la directora le dijo que lo más conveniente para el abuelo no era mudarse a la habitación de la abuela.
Dada su debilidad, pensaban que podría hacerse daño al tratar de cuidarla. Habían observado cómo la mimó durante más de siete años. Podría lastimarse al tratar de colocarla en una posición mejor o al moverla. Conocían bastante su naturaleza independiente y su voluntad de hacer las cosas bien.
Al principio, mi madre aceptó la decisión, pero luego se mostró cada vez más preocupada. El abuelo se sentía mal lejos de su esposa. Sólo deseaba estar con ella -con la persona a quien había amado durante sesenta y ocho años-. Hablaba de ello permanentemente, y estaba siempre triste. El brillo de sus bellos ojos azules se había desvanecido.
Una mañana, sonó el teléfono. No había visto al abuelo desde su ingreso al hogar. Al igual que mi madre, luchando por retener las lágrimas, mi abuelo me relató lo sucedido.
Me abrumó la tristeza. Ese ser a quien quería tanto, a quien había idealizado de niña y aprendido a conocer y a respetar como adulta, pasaba sus últimos años descorazonado y solitario. Él, que era mi lazo con la eternidad, estaba perdiendo su espíritu. No le llevaban el apunte y se le negaba el control de su vida. Me enojé muchísimo ante lo que consideré una verdarera injusticia.
Después de hablar con mi madre, decidí encargarme del asunto. Llamé a la directora del asilo y le pregunté sobre la situación. Me reitero la información que me había dado mi madre. Le expliqué con serenidad que, a mi entender, el abuelo debía ser trasladado a la habitación de la abuela, como se le había prometido.
Le señalé que era importante cumplir la promesa, porque ambos se beneficiarían emocionalmente al compartir la misma habitación, como lo habían hecho durante sesenta y ocho años. No veía por qué, al final de sus largas y amorosas vidas, habría de negárseles su mutua compañía. Se amaban, y el "trato" había sido que estarían juntos.
Tras mucha discusión y desacuerdo, ya no pude contenerme. Mis emociones estallaron. Pregunté: "¿Cuál es el problema? Si mi abuelo, de noventa y ocho años, tuviera colesterol y le fascinara comer queso, ¿sabe una cosa?, lo dejaría hacerlo. Es más, ¡yo misma saldría a comprarle su queso predilecto! Y si no pudiera comer solo, yo se lo daría. Estar en una habitación con mi abuela es importante para él, para su bienestar emocional, para su espíritu, para que haya brillo en sus ojos".
Hubo un larga pausa al otro lado del teléfono. La directora contestó que comprendía lo que le estaba diciendo y que se ocuparía de ello.
Eran cerca de las nueve de la mañana cuando terminamos nuestra conversación; les daría plazo hasta las dos de la tarde para que mis abuelos estuvieran juntos.
También le informé que si no efectuaba el traslado para ese momento, yo misma los retiraría de esa institución y los colocaría en otra donde pudieran compartir la misma habitación.
Luego llamé a mi madre y le dije:
-Deja todo y toma tu bolso. Vamos a visitar a los abuelos. Conduje hasta lo de mi madre, deteniéndome en el camino a fin de comprar un televisor a color para el abuelo. Mamá me recibió en la puerta con una gran sonrisa y juntas nos dirigimos al asilo, con la sensación de haber controlado la situación.
Cuando llegamos, la abuela dormía profundamente y el abuelo estaba sentado a su lado, acariciando sus cabellos. Tenía una sonrisa en el rostro y aquel viejo brillo en sus maravillosos ojos azules. Le arreglaba el cobertor y le estiraba las sábanas. Y comenzó a hablarme de nuevo de su "amada" y de cuánto la quería, sin dejar de mencionar la feria y el lazo rojo en sus hermosos cabellos castaños. Me enseñó la fotografía que guardaba en la billetera. Por fin había llegado a casa.
Jean Bole
Jean Bole obtuvo un certificado de Rehabilitación Restauradora y es instructora de CNA. Trabaja actualmente como profesora asistente en varias universidades, instructora de asistentes de enfermería y asociaciones de cuidado de pacientes y consultora de Control Alternativo y Reducción del Control en instituciones de cuidados a largo plazo. Ha publicado narraciones y poemas.
En casa para siempre.
Reproducido con autorización de Jean Bole. (c)1996 Jean Bole. -