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EL PESEBRE DE BELÉN
La mula y el buey ya estaban allí. Estaban allí antes
de que llegaran José y María.
Estaban allí porque lo dice la leyenda,
porque la mula y el buey siempre han sido
así de buenos y porque el Niño quiso que estuvieran
allí para cuando Él llegara. Y además de la mula y el buey, estaban allí
picoteando dos gallinas que se habían
comprometido a poner un huevo diario allí en la paja,
para que los tomara María. Había también un ratón que quería ver todo aquello,
pero que se había quedado
apartado y escondido para no asustar a la Virgen. No estaban los hombres pero estaban los animales.
Estaban los animales para recibir al Niño,
porque no tenían otra cosa mejor que hacer;
estaban allí para recibir al Niño
y se habían estado preparando para ello
desde el día en que
Dios los echó al mundo, allá por el día
quinto o sexto de la creación.
Que ya dijo entonces Dios, después de crearlos,
que los animales eran buenos. No estaban los hombres porque tenían otras cosas
mucho más importantes que hacer:
tenían que contar dinero, tenían que discutir
de política, tenían que cenar,
tenían que decir otra vez lo difícil que se está
poniendo la vida y
tenían que hacer qué sé yo qué. Los hombres no estaban para recibir al Niño,
porque tenían cosas
mucho más importantes que hacer. Todo esto nos lo podría contar José,
que se hizo santo esa tarde llamando de
puerta en puerta.
En una: que "Dios les ampare";
en otra les tomaron por gitanos y fueron corriendo
a ver si les faltaba alguna gallina;
en otra les dijeron que
"aquella era una casa honrada y que se habían equivocado, si creían que...
" en otra les dijeron que tenían que llenar
un impreso en una instancia del
Ministerio de la Vivienda, sin olvidarse de
incluir una póliza de tres sextercios;
en otra le dieron a José un anuncio muy sugestivo
de la Inmobiliaria Judá, S.A.,
que acababa de construir en Belén unas habitaciones encantadoras
para matrimonios jóvenes:
dos huecos hacia el monte y living con fogón bajo,
exentos de tributos,
con tendedero de ropa a lo largo de toda la fachada
(cuerda obsequio de la empresa), céntricos,
a 150 pasos de la fuente del pueblo;
toda clase de facilidades de pago;
entrada desde 500 denarios,
y el resto en cómodas mensualidades de 50 denarios
durante cuarenta y siete años. Y José que, el mes que más ganaba,
sacaba 50 denarios
y el que menos,
no llegaba a 30, vuelta a hacerse santo,
por no haber dicho ninguna palabra arcaica
referente al problema de la vivienda. Por fin llega a la cueva, José está apuradísimo
porque nunca se ha visto en otra como ésta,
y el pobre cree que tiene que hacer de
Padre Celestial o poco menos. María, tranquila como la primera mañana del mundo,
se ha recostado en un montón de hierba seca.
José tiene un apuro que le parece que se
va a acabar el mundo.
María siente una paz como si el mundo fuera a
comenzar de nuevo.
El niño ha dado el primer grito.
María le ha dado un beso. José ha tragado saliva. La mula ha levantado las orejas. Las gallinas
que estaban dormidas en un saliente alto,
han balado con mucho revuelo. El buey ha dicho "mu"
y ha dado un coletazo que ha espantado todas
las moscas de la comarca.
Todo ha sido tan sencillo como eso. Sólo Dios puede hacer las cosas más estupendas
con esa sencillez.
Los únicos los ángeles que, por allí arriba,
han comenzado a armar un escándalo
que no van a dejar dormir al Niño. José, mira en la bolsa y tráeme los pañales.
José mete su manaza en la bolsa y,
después de mucho revolver, saca el pañuelo
de cabeza de María y se lo lleva. No José; esto no son los pañales.
Y José vuelve a meter el pañuelo
y vuelve a revolver con fuerza
el contenido de la bolsa,
como si estuviera ablandando la cola de carpintero. Tráeme acá la bolsa, José.
Y José le lleva la bolsa pensando
que por ahí deberán haber empezado,
mientras él se dedica a otra cosa
de la que entiende bien, que es preparar
un pesebre de aquellos para
que sirva de cuna al Niño.
Que por algo lleva él siempre en el bolso
unos cuantos clavos y un pedazo de lija,
por si hace falta hacer alguna chapucilla. - José ¿Quieres tenerme el Niño un momento?
A José se le caen los clavos y la lija y,
para limpiarse las palmas de las manos,
se las frota en su propia túnica
(gracias que no era de los sábados).
Después toma al Niño con todo el amor y
toda la emoción de que es capaz,
pero casi casi con el mismo estilo con el
que suele sostener los tablones en su taller. María, al verle, suelta la primera risa del
Nuevo Testamento. - No, José; mira... se le agarra así.
Y en esto llegaron los pastores.
Traen faroles para que haya luz en la cueva;
traen pieles de cordero para ponerlas
en el pesebre debajo del Niño;
traen leche, queso, conejos, cargas de leña,
un sonajero de boj hecho a punta de navaja;
traen toda la fe de Abraham, Isaac y Jacob,
y toda la esperanza de
Isaías, Miqueas, Zacarías y Daniel. El Niño hace pucheros, María les sonríe
y José hace de "cicerone".
Ellos hablan, preguntan y comentan; todos menos uno,
el más viejo:
un anciano arrugado y chaparrito al que todos
han hecho calle para dejarle en primera fila,
y que se pasa todo el tiempo mirando muy serio,
sin decir esta boca es mía. La Virgen le canta el primer villancico.
Los ángeles... a callarse tocan mientras canta María.
Luego entran a cantar los pastores,
todos a la vez y cada uno a su manera,
y los ángeles se tienen que marchar
porque no consiguen averiguar
en qué tono cantan los pastores.
El pastor viejo ni canta ni habla ni nada. Serio. A María comienza a intrigarle este hombre que parece
que lleva sobre sus hombros
toda la tristeza y la esperanza de Israel.
Entonces María, movida de un impulso,
toma al Niño del pesebre
y lo pone en los brazos del viejo pastor. El viejo siente en sus brazos algo en que habían
soñado siglos de patriarcas y de profetas.
Se le anima el rostro, le corre una lágrima
por entre las arrugas y
abre por fin la boca para decir con voz profunda
algo que hubiera dicho el mismo Isaías,
pero de otra manera: - ¡¡¡El Mesías; qué...!!! Se cortó a tiempo y no terminó la frase.
Se dio cuenta de que era lenguaje poco bíblico. Sin embargo, todos los presentes sintieron
el latigazo de la emoción y
entendieron muy bien todo lo inmenso que quiso decir
el viejo pastor
con su lenguaje de cabrero.
Todos le entendieron muy bien:
Los pastores, los ángeles, José y María... y,
sobre todos, el Niño y el Padre
que están en los cielos. P. Pedro Iraolagoitia, S.J.