¿Quién no se ha sentido enojado con Dios cuando algo no le ha salido bien, cuando su vida se llena de contradicciones, cuando levanta la mirada para decir ¿por qué a mí? ¿Quién no ha sentido hervir su interior cuando tiene ante los ojos la tragedia de los inocentes, o cuando la perversidad humana se desborda? Los seres humanos no siempre tenemos respuestas, o las respuestas que tenemos son muy insuficientes. En todas estas situaciones sentimos un enojo interior que orientamos no solo a las circunstancias, sino también a Dios. Curiosamente esto es algo positivo pues quiere decir que creemos en un Dios bueno, del que no entendemos cómo en su providencia se puede permitir algo malo. Para poder entender a Dios tendríamos que ser Dios, cosa que obviamente no sucede. Sin embargo, hay caminos que podemos intentar recorrer no para solucionar los problemas, sino para buscar el modo de dar un cauce a ese sentimiento de enojo con Dios.
Lo primero es que no nos tiene que extrañar que nos enojemos con Dios. Seríamos de piedra o de hielo si no fuera así. El enojo no es sino la manifestación de que lo que está sucediendo nos duele y la mayoría de las veces lo que nos duele tiene mucha razón para que así sea. Eso no tiene que inquietar nuestra conciencia. Lo que tenemos que saber es qué hacer con ese sentimiento, cómo lo tenemos que canalizar. Por ejemplo, nos tendríamos que preguntar si nosotros podemos hacer algo ante el mal que estamos contemplando y no solo quejarnos o cruzarnos de brazos. Otras veces tendremos que darnos cuenta de que los males son fruto de la libertad humana y no tanto de lo que Dios decide. Esos males Dios sabrá como reconducirlos hacia el bien y nosotros tendremos que hacernos responsables del uso de nuestra libertad. También habrá ocasiones en las que ni podemos hacer nada, ni lo que sucede es fruto de la libertad. ¿Qué pasa cuando se trata de una enfermedad que se lleva a un muchacho joven o a una madre que tiene a su cargo varios hijos? Ahí sí que el misterio es grande. Y aunque tenemos que ser conscientes de que el ser humano es frágil y que nuestra vida es limitada, estas situaciones no dejan de dolernos.
Hay una palabra que a mí no me gusta mucho que es la palabra resignación. Y sin embargo es una palabra con un hondo significado, pues proveniente del latín, significa abrir un sello, y aceptar una contrariedad. Y me gustaron los dos significados. Lo de aceptar la contrariedad, porque es poner mi libertad ante la contrariedad y decidir qué voy a hacer, si permitir que la contrariedad sea más fuerte o que mis convicciones lo sean. Y en segundo lugar, porque atravesar el misterio del dolor es como romper un sello, el sello de lo desconocido, el sello de lo que nunca llegamos a saber bien. Pero ese sello no lo rompemos solos. No lo rompemos con un Dios soluciona problemas, sino con un Dios compañero de problemas. El no nos suelta, nos abraza, y entiende que estemos enojados, y nos quiere más por el hecho de sabernos enojados. Tener a Dios como compañero es tener al lado a quien, en nuestro enojo, nos hace fuertes, porque con él podemos vencer la sin razón del dolor, con la razón del amor.