En pocos minutos estaba ya al lado de su lecho de muerte, tomé sus manos frías y sudorosas y me incliné a decirle al oído: “Joe, soy el Padre Bosio, tu párroco. Vine para rezar por ti y contigo”
Con gran dificultad abrió los ojos y apenas pudo balbucear: “¡Hola Padre!”. No había tiempo que perder; volví a inclinarme a su oído y le dije “Reza conmigo Joe”
Sabía que no podía sugerirle rezar ni el Padre Nuestro, ni el Ave María y mucho menos el Rosario. El tiempo para todo eso había pasado. Ni siquiera un Acto de Constricción. Sabía que tenía que encontrar una oración corta, poderosa, algo que Joe, agonizante, pronunciara antes de morir.
Movido interiormente exclamé “Jesús mío, ¡te amo!” Joe, en un último esfuerzo, repitió palabra por palabra: “Jesús-mío-te-amo” Con esa palabra “amo” cerró sus labios para siempre… Joe había guardado su último aliento para hacer este hermoso acto de amor.
Angelina, su querida esposa, que a los pies de la cama había contemplado la escena, viendo que Joe se había ido, cayó de rodillas y levantó sus brazos como queriendo detener la partida de su esposo lo suficiente para que él pudiera escuchar su respuesta. Angelina exclamó con voz clara y firme: “Jesús, ¡yo también te amo!”
Fue un momento cargado de emoción, mientras yo levantaba mi mano para absolver y bendecir…
Me he sentido movido a contar esta historia cientos de veces en cuatro continentes y siempre con resultados maravillosos. Es para mí un medio excelente de evangelización y un resumen profundo de nuestra fe. Un día al terminar la homilía sobre este tema, un joven vino hacia mí corriendo y me dijo: “Gracias por haberme enseñado Jesús mío ¡te amo!”, y repitiendo esta invocación muchas veces, el joven me dio una nueva visión. “Padre –me dijo- su historia es tan interesante que estoy seguro de que cada palabra ha sido inspirada por el Espíritu Santo”
Gracias Jesús, necesitaba escuchar eso. Que esta narración escrita surta el mismo efecto y también tantas cuantas veces se recuerde la historia.
Dejé el hospital esa mañana y le pedí a Dios que me concediera la gracia de morir como Joe. Diariamente repito y enseño a otros esta oración que no debía llamar “mi oración” sino la “oración de María”.
Después de todo, ¿de qué otra manera tal Madre podría repetir a Su Hijo millones de veces que le amaba? Y si Ella nunca se cansó de decirlo, ¿podré yo? ¿Deberías cansarte tú?
Padre August Bosio SDB