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Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net Los católicos y las reliquias |
Con el pasar de los siglos y con la llegada del cristianismo a nuevos pueblos de Europa, la difusión de las reliquias se hizo casi general |
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Los católicos y las reliquias | La costumbre cristiana de venerar reliquias tiene a sus espaldas siglos de historia. Con estos objetos muchos bautizados recuerdan a hombres y mujeres de todos los tiempos que han testimoniado, de modo especial, su amor a Cristo y su fidelidad a la fe. En ocasiones, sin embargo, se han producido desviaciones, engaños o excesos que falsean el sentido correcto que tienen las reliquias según la Iglesia. Por eso podemos preguntarnos: ¿cuál es la doctrina católica sobre el tema de las reliquias?
Para responder a esta pregunta, vamos a evocar algunos momentos de la historia del uso de las reliquias entre los cristianos, así como documentos importantes de la Iglesia católica que hablan sobre estos objetos de devoción.
Ya en los primeros siglos de la era cristiana fueron redactados testimonios que muestran el respeto hacia restos mortales u objetos de diverso tipo, especialmente de mártires. Cuando el obispo de Esmirna, san Policarpo, sufrió el martirio (siglo II), algunos cristianos recogieron sus huesos y, según un documento de la época, los consideraron más valiosos que el oro o que las piedras preciosas (cf. Martirio de Policarpo, 18).
En otros lugares, y mientras duraban las persecuciones, los cristianos veneraban las tumbas de los mártires, celebraban su memoria, y trataban con respeto sus restos mortales, como auténticas “reliquias” (vestigios, recuerdos) del heroísmo de quienes dieron la propia vida por mantener su fe en Jesucristo salvador.
Cuando terminaron las persecuciones, no sólo se difundió el respeto a las reliquias de los santos, sino que se promovió también la búsqueda de objetos relacionados con Jesucristo y con personajes que convivieron con el Salvador, especialmente la Virgen María y los Apóstoles. A mediados del siglo IV, un escritor afirmaba que en muchos lugares del mundo de entonces (es decir, de los territorios del Imperio romano) había reliquias de la Cruz de Cristo, que habría sido encontrada, según se creía, hacia el año 318.
La veneración de las reliquias en tantos lugares mostraba la existencia de una fe profunda en los bautizados, pero no estuvo exenta de excesos o abusos. Pronto se difundieron ideas equivocadas sobre el carácter milagroso de ciertas reliquias. Algunas personas llegaron a cometer robos, por lo que tuvo que intervenir el mismo emperador Teodosio (hacia finales del siglo IV) para poner orden en este tema. También se hizo necesario prohibir el despedazamiento de los restos mortales de mártires, pues algunos recurrían a este método para obtener más reliquias.
A nivel doctrinal, hubo entre Santos Padres quienes denunciaron la existencia de abusos, y defendieron la necesidad de un uso correcto de estos objetos para la veneración de los fieles.
Por ejemplo, san Jerónimo afirmaba claramente que no adoramos las reliquias de los mártires, sino que a través de ellas adoramos a Aquel (Dios) por quien fueron mártires (cf. “Ad Riparium”, I, P.L., XXII, 907). San Agustín, por su parte, en diversos momentos de su obra “La ciudad de Dios”, presenta más bien los aspectos positivos de la veneración de las reliquias, al describir el uso que los cristianos hacían de ellas y los beneficios obtenidos de Dios gracias a las oraciones en las que se pedía la intercesión de los santos.
Con el pasar de los siglos y con la llegada del cristianismo a nuevos pueblos de Europa, la difusión de las reliquias se hizo casi general. No faltaron, por desgracia, quienes con engaño y fraude aprovecharon la buena fe de cristianos ingenuos para hacer pasar por reliquias lo que eran objetos normales (no relacionados con mártires o santos). Otras veces el entusiasmo general llegaba a declarar como reliquias de mártires huesos encontrados cerca de alguna iglesia, sin que hubiese un mayor discernimiento crítico al respecto. En algunos lugares hubo una especie de “tráfico” de reliquias motivado por el deseo de venerar restos mortales de los campeones de la fe.
En este contexto se va desarrollando y completando, a lo largo de muchos siglos, la doctrina católica sobre el uso y veneración de las reliquias. Veamos ahora algunos textos del Magisterio sobre el tema.
Podemos recordar un importante texto del Concilio II de Nicea (del año 787), en el que, al hablar sobre las imágenes sagradas y otros objetos de culto, se condenó la postura de quienes despreciaban tradiciones de la Iglesia y rechazaban “alguna de las cosas consagradas a la Iglesia: el Evangelio, o la figura de la cruz, o la pintura de una imagen, o una santa reliquia de un mártir” (cf. Denzinger-Hünermann n. 603).
Dos siglos después, el año 993, el Papa Juan XV escribía en una encíclica dirigida a los obispo de Francia y Alemania: “de tal manera adoramos y veneramos las reliquias de los mártires y confesores, que adoramos a Aquél de quien son mártires y confesores; honramos a los siervos para que el honor redunde en el Señor” (cf. Denzinger-Hünermann n. 675). El texto puede provocar sorpresa, pues se habla de adorar y venerar las reliquias, pero el sentido parece claro: no se trata de ver las reliquias como objetos divinos, sino como medios para reconocer y adorar a Dios, que es la causa de la santidad (del martirio y de la confesión) de hombres y mujeres cuyos recuerdos son venerados por los fieles.
La difusión y traslado de reliquias tuvo un nuevo auge tras las cruzadas, especialmente a inicios del siglo XIII. No era raro que algunos cruzados europeos fuesen fácilmente engañados por personas de Tierra Santa que vendían como reliquias objetos cuyo valor era dudoso o claramente falso.
En este contexto intervino el Concilio IV de Letrán (en el año 1215), que publicó un texto severo contra ciertos abusos respecto del uso de reliquias. En el canon 62 de este Concilio leemos:
“La religión cristiana es demasiado a menudo denigrada porque algunos exponen reliquias de santos para venderlas o para mostrarlas a cada paso. Para que eso no se produzca más en el futuro, establecemos por el presente decreto que las reliquias antiguas no sean más expuestas fuera del relicario ni mostradas para ser vendidas. En cuanto a las nuevamente encontradas, nadie ose venerarlas públicamente, si no hubieren sido antes aprobadas por autoridad del Romano Pontífice. Además, los rectores de las iglesias vigilarán en el futuro para que la gente que va a sus iglesias para venerar las reliquias no sea engañada con discursos inventados o falsos documentos, como se suele hacer en muchísimos lugares por afán de lucro” (cf. Denzinger-Hünermann n. 818).
Avancemos a lo largo del tiempo. A causa de la Reforma protestante (siglo XVI) y de las consecuencias producidas por la misma, el Concilio de Trento trató en la sesión XXV (el año 1563) el tema de las reliquias, así como el de las imágenes sagradas. Para ello, aprobó un importante decreto, que iniciaba con estas palabras:
“Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben invocar a los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que reinan en el cielo”.
Desde sus primeras líneas, el decreto del Concilio de Trento pide a los obispos que enseñen a los católicos la sana doctrina sobre el modo de rezar e invocar a los santos, y coloca en ese contexto el tema de las reliquias. Recuerda, además, que los santos reinan con Cristo e interceden por los hombres, y que al invocar a los santos se pide alcanzar de Dios “los beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador”. Este punto es importante, pues las reliquias, que sirven para recordar a los santos, no son objetos mágicos, sino que se relacionan directamente con los santos en cuanto intercesores. Al mismo tiempo, el texto apenas citado recuerda que sólo Jesucristo es Salvador, no los santos ni sus reliquias.
El siguiente párrafo del decreto aplica lo anterior al tema de las reliquias de modo más explícito:
“Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro”.
De esta manera, el Concilio de Trento confirmaba la doctrina católica secular: es correcto venerar los cuerpos de los mártires y de los santos, así como las reliquias en general, por lo que incurren en error quienes niegan la validez de esta costumbre antiquísima.
El decreto sigue con indicaciones sobre las imágenes religiosas que no recogemos aquí. Después de exponer la doctrina, el Concilio de Trento pasa a pedir, en sus últimas líneas, que se extirpen abusos y errores referentes a los santos, a las reliquias y a las imágenes. Leemos estos momentos conclusivos del texto:
“Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener convitonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y éste, luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice”.
Algunos años después del Concilio de Trento, el Papa Clemente VIII instituyó una Congregación para las indulgencias (en el año 1593). Un siglo después, el Papa Clemente IX (1667-1669) remodeló las atribuciones de esa congregación, que se convirtió en la Sagrada Congregación de las Indulgencias y de las Reliquias. Sus funciones eran: examinar y disciplinar el uso de indulgencias y de reliquias en la Iglesia católica, evaluar cuáles eran auténticas, y evitar abusos en el empleo de objetos relacionados con la vida de Cristo y con los santos. Esta Congregación estuvo en funciones hasta 1917, año en el que el Papa Benedicto XV la agregó de modo definitivo a la Penitenciaría apostólica.
Dando un salto en el tiempo, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX hubo otras intervenciones importantes del Magisterio de la Iglesia sobre el tema de las reliquias. En concreto, podemos recordar al Papa san Pío X en su encíclica “Pascendi” (1907). En ella, el Papa deplorabla el desprecio de algunos hacia las reliquias, y ofrecía una serie de indicaciones concretas:
“Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: si los obispos, a quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas» de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser falsas o supuestas»“ (Pascendi n. 55).
De un modo breve y sintético, el Concilio Vaticano II recogió la doctrina católica sobre las reliquias en la Constitución sobre la liturgia “Sacrosanctum Concilium”:
“De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles” (Sacrosanctum Concilium n. 111).
Tras el Vaticano II, y después de un largo proceso de revisión, el Papa Juan Pablo II promulgó el año 1983 un nuevo “Código de Derecho Canónico”. En el mismo hay una sección dedicada al “culto de los santos, de las imágenes sagradas y de las reliquias”, que recoge los cánones 1186-1190. Tras ofrecer algunas normas sobre el culto de los santos y sobre las imágenes, el canon 1190 habla explícitamente de las reliquias:
“Canon 1190: #1. Está terminantemente prohibido vender reliquias sagradas. # 2. Las reliquias insignes, así como aquellas otras que son honradas con gran veneración por el pueblo, no pueden en modo alguno enajenarse válidamente o ser trasladadas a perpetuidad sin licencia de la Sede Apostólica. # 3. Lo prescrito en el # 2, vale también para aquellas imágenes que, en una iglesia, son honradas con gran veneración por el pueblo”.
Hay otro canon que alude a las reliquias, dentro del capítulo dedicado a los altares. En concreto, se recuerda que “debe observarse la antigua tradición de colocar bajo el altar fijo reliquias de los Mártires o de otros Santos, según las normas establecidas en los libros litúrgicos” (canon 1237, # 2).
De los últimos años, podemos evocar dos documentos de importancia que hablan sobre este tema. En primer lugar, el “Catecismo de la Iglesia Católica” (del año 1993), que alude brevemente a las reliquias al referirse a las diversas formas de devoción popular. En concreto, afirma lo siguiente:
“Además de la liturgia sacramental y de los sacramentales, la catequesis debe tener en cuenta las formas de piedad de los fieles y de religiosidad popular. El sentido religioso del pueblo cristiano ha encontrado, en todo tiempo, su expresión en formas variadas de piedad en torno a la vida sacramental de la Iglesia: tales como la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis, las danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc.” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1674).
En el número siguiente el Catecismo explica que la religiosidad popular está en relación con la liturgia de la Iglesia, pero sin sustituirla. En el n. 1676, más elaborado, se recuerda la necesidad de “un discernimiento pastoral para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el caso, para purificar y rectificar el sentido religioso que subyace en estas devociones y para hacerlas progresar en el conocimiento del Misterio de Cristo (cf. Catechesi tradendae n. 54). Su ejercicio está sometido al cuidado y al juicio de los obispos y a las normas generales de la Iglesia (cf. Catechesi tradendae 54)”. Luego se dan a entender aspectos positivos de esta religiosidad popular, que tanto valor tiene para promover la relación entre lo humano y lo divino.
El segundo documento fue publicado el año 2002 (tras la aprobación del Papa Juan Pablo II el año anterior) por la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, con el título “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones”. En este Directorio se ofrece un marco histórico, magisterial y teológico para comprender las diversas formas de devoción popular, entre las que se encuentra la veneración a las reliquias. Al mismo tiempo, se ofrecen orientaciones que sirven para armonizar, según lo que había sido pedido en el Concilio Vaticano II, la piedad popular y la liturgia.
El Directorio trata el tema de las reliquias sobre todo en dos números (236 y 237). En ellos encontramos, en primer lugar, una descripción o presentación de lo que son las reliquias y de los tipos o clases de las mismas:
“236. El Concilio Vaticano II recuerda que «de acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas». La expresión «reliquias de los Santos» indica ante todo el cuerpo - o partes notables del mismo - de aquellos que, viviendo ya en la patria celestial, fueron en esta tierra, por la santidad heroica de su vida, miembros insignes del Cuerpo místico de Cristo y templos vivos del Espíritu Santo (cf. 1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16). En segundo lugar, objetos que pertenecieron a los Santos: utensilios, vestidos, manuscritos y objetos que han estado en contacto con sus cuerpos o con sus sepulcros, como estampas, telas de lino, y también imágenes veneradas”.
En un segundo momento, según lo que ya vimos al recordar el “Código de Derecho Canónico”, el Directorio alude al tema del uso de las reliquias en los altares. En concreto, afirma:
“237. El Misal Romano, renovado, confirma la validez del «uso de colocar bajo el altar, que se va a dedicar, las reliquias de los Santos, aunque no sean mártires». Puestas bajo el altar, las reliquias indican que el sacrificio de los miembros tiene su origen y sentido en el sacrificio de la Cabeza, y son una expresión simbólica de la comunión en el único sacrificio de Cristo de toda la Iglesia, llamada a dar testimonio, incluso con su sangre, de la propia fidelidad a su esposo y Señor”.
El mismo n. 237 del Directorio ofrece una serie de indicaciones concretas para una pastoral que ayude a los católicos a hacer un buen uso de las reliquias:
“A esta expresión cultual, eminentemente litúrgica, se unen otras muchas de índole popular. A los fieles les gustan las reliquias. Pero una pastoral correcta sobre la veneración que se les debe, no descuidará:
-asegurar su autenticidad; en el caso que ésta sea dudosa, las reliquias, con la debida prudencia, se deberán retirar de la veneración de los fieles;
-impedir el excesivo fraccionamiento de las reliquias, que no se corresponde con el respeto debido al cuerpo; las normas litúrgicas advierten que las reliquias deben ser de «un tamaño tal que se puedan reconocer como partes del cuerpo humano»;
-advertir a los fieles para que no caigan en la manía de coleccionar reliquias; esto en el pasado ha tenido consecuencias lamentables;
-vigilar para que se evite todo fraude, forma de comercio y degeneración supersticiosa.
Las diversas formas de devoción popular a las reliquias de los Santos, como el beso de las reliquias, adorno con luces y flores, bendición impartida con las mismas, sacarlas en procesión, sin excluir la costumbre de llevarlas a los enfermos para confortarles y dar más valor a sus súplicas para obtener la curación, se deben realizar con gran dignidad y por un auténtico impulso de fe. En cualquier caso, se evitará exponer las reliquias de los Santos sobre la mesa del altar: ésta se reserva al Cuerpo y Sangre del Rey de los mártires”.
Estas indicaciones del Directorio ofrecen una buena síntesis de la doctrina católica sobre las reliquias, que, como hemos visto, han sido veneradas desde antiguo y han sido apreciadas positivamente por el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos.
Podemos decir, en resumen, que, sin dejar de avisar sobre peligros, deformaciones o usos indebidos de las reliquias, la doctrina católica considera las partes de los cuerpos de los santos u otros objetos relacionados directamente con ellos, como una ayuda para entrar en contacto con Dios a través de hombres y mujeres que se dejaron transformar por la gracia y alcanzaron así el don de la salvación en Cristo. Esos hombres y mujeres son ahora intercesores, se unen a la oración de Cristo al Padre en favor de sus hermanos.
Este es el sentido correcto del uso y veneración de las reliquias, que ayudan al corazón cristiano para renovar su fe, y que permiten así una mejor comprensión del Evangelio y una participación más consciente y madura en los sacramentos, en los que no sólo recordamos (como al hacer uso de las reliquias) la acción salvadora de Cristo, sino que la acogemos como fue acogida, a veces de modo heroico, por tantos miles y miles de santos de todos los tiempos.
Para este tema, ver:
Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones»
Qué es una reliquia»
Doctrine regarding relics
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Autor: Mons. Raúl Berzosa, Obispo de Ciudad Rodrigo | Fuente: Ecclesia Digital Ante las próximas elecciones |
No se debe confundir la condición de aconfesionalidad o laicidad del Estado con la desvinculación moral |
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Ante las próximas elecciones | El día 22 de Mayo estamos llamados a ejercer, una vez más, nuestro derecho a votar representantes políticos municipales y autonómicos.
Como obispo, no me corresponde señalar una determinada opción política, pero sí recordar algunas orientaciones para un discernimiento moral y así contribuir a la promoción del bien común y de la convivencia. Deseo colaborar sinceramente en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad como fundamento imprescindible de la paz verdadera.
Mi primer deseo es que no nos dejemos invadir por la desgana, la comodidad o el desencanto, y hagamos uso de nuestro derecho al voto. En segundo lugar, recuerdo que ningún programa político agota ni encarna las exigencias del Evangelio ni de la Doctrina social y moral de la Iglesia. Y, si bien es verdad que los católicos pueden apoyar partidos diferentes y militar en ellos, también es cierto que no todos los programas son igualmente compatibles con la fe y las exigencias de la vida cristiana, ni son tampoco igualmente proporcionados a los objetivos y valores que los cristianos deben promover en la vida pública.
Como católicos y ciudadanos, hemos de valorar las distintas ofertas y programas políticos, teniendo en cuenta valores como la defensa de la vida en todas sus etapas, la promoción de la familia fundada en el auténtico matrimonio, el desarrollo del empleo y la atención a los parados, la calidad de la enseñanza y el cumplimiento efectivo del derecho de los padres a elegir enseñanza religiosa para sus hijos, la atención a los más necesitados, el respeto a los derechos fundamentales de la persona, la contribución a respetar y mejorar el medio ambiente, y el neutralizar cualquier forma de intolerancia, fanatismo o terrorismo. En nuestra tierra, debemos, además, tratar de evitar la despoblación, el dar oportunidades a los jóvenes y a los matrimonios jóvenes, y cuidar nuestro patrimonio histórico y artístico.
En otro orden de cosas, y como complemento, siguen teniendo plena vigencia y actualidad las palabras firmadas por los obispos hace algunos años: “Nos parece que los inmigrantes necesitan especialmente atención y ayuda. Y los que no tienen trabajo, los que están solos, las jóvenes que pueden caer en las redes de la prostitución, las mujeres humilladas y amenazadas por la violencia doméstica, los niños, y aquellos que no tienen casa ni familia donde acogerse. Hay que trabajar también para superar las injustas distancias y diferencias entre las personas y las comunidades autónomas… En el orden internacional, es necesario atender a la justa colaboración al desarrollo integral de los pueblos” (Ante las elecciones, año 2008).
No se debe confundir la condición de aconfesionalidad o laicidad del Estado con la desvinculación moral. Al decir esto no pretendo que los gobernantes se sometan a los criterios de la moral católica. Pero sí que se atengan al denominador común de la moral fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo y a ejercitar una sana laicidad positiva donde lo religioso se contemple como un bien para la sociedad. No es justo tratar de construir artificialmente una sociedad sin referencias morales o religiosas.
Un agradecimiento y reconocimiento sinceros a quienes gastan su vida en el noble ejercicio de la política, y un ruego para que el Señor ilumine y fortalezca a todos para votar y actuar en conciencia y conforme a las exigencias de la convivencia, basada en la justicia, la libertad y la paz.
+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo
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Autor: Gustavo Daniel D´Apice | Fuente: Catholic.net Ángeles caídos |
Allí donde ve duda, desazón, falta de seguridad y de paz, carencia del sentido de la vida y de los valores, el diablo aprovecha para reinar |
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Ángeles caídos | Los ángeles fueron creados con una naturaleza buena, eran libres, bellos e inteligentes, según la categoría de cada cual. Ante el primer acto libre se determinaban: Con Dios para siempre, en el estado de gloria, o contra Él, también por toda la eternidad.
Lucifer era uno de los ángeles más bellos y hermosos (su nombre significa "lucero", la estrella radiante de la mañana), y su inteligencia también era aguda y fascinante. A tal punto que en el momento de la elección se prefirió a sí mismo; prefirió buscar la felicidad, la realización, la dicha, autocontemplándose, como iba a hacer Narciso que, autocontemplando su belleza en las aguas del lago, cayó en él y pereció ahogado.
Del mismo modo Lucifer, prefiriendo buscar su felicidad en sí mismo y no en su Creador, consiguió su eterna desdicha y desventura.
¿Pero es que no podía preveerlo, ya que era tan aguda su inteligencia?
Sí, lo preveía, pero lo cegó lo inmediato.
Como a nosotros: Sabemos las consecuencias nefastas, personales y sociales, de abandonar los caminos de Dios, pero nos ciega el placer y la conveniencia de lo inmediato, sin darnos espacio a recapacitar sobre las consecuencias posteriores: así la fornicación, el adulterio, el robo, la mentira, la coima, el ser corrupto... Sabemos que así la cosa no va, pero hay una aparente "conveniencia" que nos ciega en lo inmediato y perturba la serena reflexión del momento del después.
Así pasó con quien ahora llamamos el Demonio.
Jesús, en el evangelio de Lucas, capítulo 10 versículo 18 (Lc. 10, 18), dice que lo vió caer desde el cielo como un rayo. Claro que lo vió como Hijo eterno de Dios, igual al Padre, con Quien coexiste desde siempre, antes de la creación corpórea de los seres, luego de haber creado el mundo "invisible" (que son los ángeles).
En el último libro del Nuevo Testamento y, por lo tanto, de la Biblia, se narra su caía (la de Satanás), la vista por Jesús antes de que las cosas comenzaran a ser: Es en el Apocalipsis, capítulo 12, versículos 7 al 9 (Ap. 12, 7-9): Narra que hubo una gran batalla en el cielo, donde el Arcángel Miguel combatió contra el Demonio (a quien también se le dá el nombre de Satanás, o Dragón. y se lo llama el seductor del mundo entero), ambos al frente de grupos de ángeles. Lucifer fué precipitado hacia la tierra, y luego de perseguir a la Madre del Mesías, va a hacer la guerra al resto de sus hijos, "los que guardan el testimonio de Jesús", es decir, a los cristianos de cualquier denominación, y aún a los hombre de buena voluntad que siguen la verdad testificada por su conciencia, sagrario de Dios, pues siguiendo la Verdad que ella les dicta, siguen al que es la Verdad, el Camino y la Vida, es decir, a Jesús, aunque sea implícitamente.
El profeta Isaías, unos seis siglos antes de la venida de Jesús, también hace referencia a su caída. Recordemos sus palabras, que podemos meditar en el capítulo 14, versículos 12 al 15 (Is 14, 123-15): "¡Cómo has caído del cielo, Lucero de la aurora, y estás tirado por tierra! Tú que decías: Escalaré los cielos, pondré mi trono por encima de las estrellas, y me sentaré en el monte más alto, en la cima de la montaña celeste; escalaré las nubes, seré igual que Dios. ¡Has caído en el Abismo, en lo más hondo de la fosa!"
Se dice que arrastró a la tercera parte de los ángeles, los que ahora llamamos demonios. La Biblia hace referencia a ello cuando dice que "arrastró a la tercera parte de las estrellas del cielo", teniendo por "estrellas del cielo" a estas creaturas celestes.
Siempre las personas bellas y/o inteligentes tienen cierto ascendiente sobre las demás, que muchas veces las siguen y admiran, y más cuando poseen las dos cualidades a la vez: Esto pasó ciertamente con los ángeles de Dios que se dejaron "seducir" por Satanás. Pero los buenos son los más, y ellos son los que nos auxilian y acompañan, no permitiendo que "el enemigo del género humano" (que querría ver nuestra eterna desdicha y destrucción), tenga dominio sobre nosotros, si nos entregamos a Dios.
El libro de la Sabiduría, en su capítulo 2 versículo 24, dice que por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen: muerte espiritual y muerte física, que Jesús Resucitado vence con el don de la gracia y la santidad, y con la vida corporal eterna fruto de la Resurrección, de la Pascua: De ambas cosas se hacen partícipes los que pertenecen a Jesús, es decir, los cristianos.
Envidia de que el varón y la mujer, siendo de naturaleza inferior (compuesto de materia y espíritu, cuerpo y alma), sea elevado al estado de familiaridad con Dios, destinado a la vida de la gracia y de la gloria. De ahí deriva su "persecución infernal" para tratar de "perder" al hombre.
Fué una caída (la de Satanás) fruto de la soberbia y de la vanidad: Eligiéndose a sí mismo quiso tener dominio sobre los demás. Buscó el poder de Dios sin ser Dios. Fijémonos si muchos de nosotros no lo tomamos actualmente como modelo, y le rendimos honor y pleitesía, tratando de con-formarnos con sus antivalores, aunque no lo digamos explícitamente.
Y su naturaleza quedó desequilibrada, repleto de odio en su voluntad, "pervertido y pervertidor", como solía decir el venerado Pablo VI, que aprovecha las "grietas de la psicología" para influír en la naturaleza humana.
Allí donde ve duda, desazón, falta de seguridad y de paz, carencia del sentido de la vida y de los valores, aprovecha para reinar.
"Fue creado bueno por Dios, pero a sí mismo se hizo malo".
¿Nos pasará a nosotros lo mismo?
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Autor: P. Miguel Ángel Fuentes,
V.E. | Fuente: El Teólogo Responde ¿Cómo saber si estoy en gracia? |
¿Podemos tener conciencia de la gracia? ¿Podemos saber si
estamos o no en gracia de Dios? |
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¿Cómo saber si estoy en
gracia? |
¿Podemos tener conciencia de la gracia? ¿Podemos saber si
estamos o no en gracia de Dios?
Como explica Santo Tomás, el
conocimiento del estado de gracia (es decir, de que nosotros poseemos la gracia
santificante) puede darse de dos maneras diversas:
- Por
revelación, lo cual, evidentemente, es un privilegio particular dado a
pocos.
- Por conjetura, es decir, a través de algunos signos. Y
tal, es el modo ordinario para alcanzar el conocimiento de la
gracia.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La gracia, siendo
de orden sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y sólo puede ser conocida
por la fe. Por tanto, no podemos fundarnos en nuestros sentimientos o nuestras
obras para deducir de ellos que estamos justificados y salvados. Sin embargo,
según las palabras del Señor: ‘Por sus frutos los conoceréis’ (Mt 7,20), la
consideración de los beneficios de Dios en nuestra vida y en la vida de los
santos nos ofrece una garantía de que la gracia está actuando en nosotros y nos
incita a una fe cada vez mayor y a una actitud de pobreza llena de
confianza”. (n. 2005)
En cuanto a los signos que nos permiten
conjeturar el estado del alma, tres principales nos orientan sobre el estado de
gracia:
a) El testimonio de la buena conciencia, que entraña: el
no tener conciencia de pecado mortal; el dolor sincero de los pecados cometidos;
el propósito de enmienda y el horror al pecado; el cumplimiento de los preceptos
divinos; la victoria en las tentaciones; el amor a las virtudes y el esfuerzo
por el evitar el pecado venial.
b) El deleite en las cosas
divinas, es decir: el gusto por los libros santos y por la Palabra de Dios;
la devoción a la Eucaristía y a la Virgen; la frecuencia de los sacramentos y la
oración mental.
c) El desprecio de las cosas mundanas, que supone:
no tener apego a las cosas de la tierra, el no sentir gusto en las vanidades del
mundo; el huir de las ocasiones del pecado.
Sin embargo, estos signos no
nos dan más que una conjetura, por eso, la Escritura nos exhorta a la
vigilancia, a la perseverancia, a la santificación:
-Eccl 5,5: Aún del
pecado expiado no vivas sin temor, y no añadas pecados a pecados.
-Prov
20,9: ¿Quién puede decir: "He limpiado mi corazón, estoy limpio de
pecado"?
-Sal 18.13: ¿Quién podrá conocer sus pecados? Absuélveme de los
que se me oculta.
-1 Cor 4,4: Estoy cierto de que de nada me arguye la
conciencia, más no por eso me creo justificado; quien me juzga es el
Señor.
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Autor: Fe y Familia
| Fuente: www.feyfamilia.com
¿Puede un sacerdote revelar algún secreto de confesión? |
El sigilo sacramental es inviolable. El confesor que viola el secreto de confesión incurre en excomunión automática |
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¿Puede un sacerdote revelar algún secreto de confesión? |
La Iglesia Católica declara que todo sacerdote que oye
confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los
pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy
severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la
confesión le da sobre la vida de los penitentes.
El
Código de Derecho Canónico, canon 983,1 dice: «El sigilo sacramental
es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor
descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo,
y por ningún motivo».
¿No hay excepciones?
El secreto de confesión no
admite excepción. Se llama "sigilo sacramental" y consiste en que
todo lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda
"sellado" por el sacramento.
Un sacerdote no puede hablar a nadie
sobre lo que se le dice en confesión. Aun cuando
él supiera la identidad del penitente y posteriormente se encontrara
con él no puede comentarle nada de lo que le
dijo en confesión, a menos que sea el mismo penitente
quien primero lo comente. Entonces y sólo entonces, puede discutirlo
sólo con él. De lo contrario debe permanecer en silencio.
¿Cómo
se asegura este secreto?
Bajo ninguna circunstancia puede quebrantarse el “sigilo”
de la confesión. De acuerdo a la ley canónica, la
penalización para un sacerdote que viole este sigilo sería la
excomunión automática (Derecho Canónico 983, 1388).
El sigilo obliga por derecho
natural (en virtud del cuasi contrato establecido entre el penitente
y el confesor), por derecho divino (en el juicio de
la confesión, establecido por Cristo, el penitente es el reo,
acusador y único testigo; lo cual supone implícitamente la obligación
estricta de guardar secreto) y por derecho eclesiástico (Código de
Derecho Canónico, c. 983).
¿Y si revelando una confesión se pudiera
evitar un mal?
El sigilo sacramental es inviolable; por tanto, es
un crimen para un confesor el traicionar a un penitente
ya sea de palabra o de cualquier otra forma o
por cualquier motivo.
No hay excepciones a esta ley, sin importar
quién sea el penitente. Esto se aplica a todos los
fieles —obispos, sacerdotes, religiosos y seglares—. El sigilo sacramental es
protección de la confianza sagrada entre la persona que confiesa
su pecado y Dios, y nada ni nadie puede romperlo.
¿Qué puede hacer entonces un sacerdote si alguien le confiesa
un crimen?
Si bien el sacerdote no puede romper el sello
de la confesión al revelar lo que se le ha
dicho ni usar esta información en forma alguna, sí está
en la posición —dentro del confesionario— de ayudar al penitente
a enfrentar su propio pecado, llevándolo así a una verdadera
contrición y esta contrición debería conducirlo a desear hacer lo
correcto.
¿Las autoridades judiciales podrían obligar a un sacerdote a revelar
un secreto de confesión?
En el Derecho de la Iglesia la
cuestión está clara: el sigilo sacramental es inviolable. El confesor
que viola el secreto de confesión incurre en excomunión automática.
Esta
rigurosa protección del sigilo sacramental implica también para el confesor
la exención de la obligación de responder en juicio «respecto
a todo lo que conoce por razón de su ministerio»,
y la incapacidad de ser testigo en relación con lo
que conoce por confesión sacramental, aunque el penitente le releve
del secreto «y le pida que lo manifieste», (cánones 1548
y 1550).
¿Aunque contando el secreto el sacerdote pudiera obtener algo
bueno para alguien?
El sigilo sacramental no puede quebrantarse jamás bajo
ningún pretexto, cualquiera que sea el daño privado o público
que con ello se pudiera evitar o el bien que
se pudiera promover.
Obliga incluso a soportar el martirio antes que
quebrantarlo, como fue el caso de San Juan Nepomuceno. Aquí
debe tenerse firme lo que afirmaba Santo Tomás: «lo que
se sabe bajo confesión es como no sabido, porque no
se sabe en cuanto hombre, sino en cuanto Dios», (In
IV Sent., 21,3,1).
¿Y si otra persona oye o graba la
confesión y la revela?
La Iglesia ha precisado que incurre también
en excomunión quien capta mediante cualquier instrumento técnico, o divulga
las palabras del confesor o del penitente, ya sea la
confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero.
¿Y en
el caso de que el sacerdote no haya dado la
absolución?
El sigilo obliga a guardar secreto absoluto de todo lo
dicho en el sacramento de la confesión, aunque no se
obtenga la absolución de los pecados o la confesión resulte
inválida.
(Este especial se ha realizado tomando como referencia el Catecismo
de la Iglesia Católica y las respuestas que sobre el
tema dio Grace MacKinnon, especializada en Doctrina Católica)
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Autor: Mons. Juan del Río Martín
| Fuente: www.diocesisdejerez.org
Primeras Comuniones |
No todo se reduce a organizar y acompañar a los niños en ese día y después desentenderse |
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Primeras Comuniones |
El derroche de algunas familias con ocasión de la Primera
Comunión de sus hijos nada tiene que ver con la
austeridad festiva que habla la Iglesia, ni con las enseñanzas
de las catequesis que han recibido los niños en las
parroquias.
Desgraciadamente el ambiente consumista que invade ese acto cristiano oscurece
lo esencial de la recepción por primera vez del Sacramento
de la Eucaristía.
El Papa recuerda en una catequesis de
primera Comunión que impartió en forma de coloquio a unos
cien mil niños en octubre de 2005, que la primera
Comunión no debería ser la última, sino el comienzo de
un camino juntos, “porque yendo con Jesús vamos bien, nuestra
vida es buena”. La alegría del momento, la belleza del
misterio, la limpieza del corazón de nuestros niños y niñas
es un reclamo a los mayores para buscar la felicidad
en lo imperecedero del amor de Dios que nunca pasa.
Pero
los niños le preguntaron al Papa: “Jesús está presente en
la Eucaristía. Pero ¿cómo? Yo no lo veo”. Benedicto XVI
respondió: “Sí, no lo vemos, pero hay muchas cosas que
no vemos y que existen y son esenciales. Por ejemplo,
no vemos nuestra razón; y sin embargo, tenemos razón…no vemos
nuestra alma y, sin embargo, existe y vemos sus efectos…En
una palabra, precisamente las cosas más profundas, que sostienen realmente
la vida y el mundo, no las vemos, pero podemos
ver, sentir sus efectos…”. Así, la primera Comunión de nuestros
niños cristianos, es una ocasión para levantar nuestra mirada de
lo puramente material donde muchos piensan que está la verdad
de la vida y sin embargo el fraude y la
desilusión está al orden del día.
En cambio, las cosas invisibles
son las más profundas e importantes para dar consistencia a
la vida personal, a la convivencia humana y a seguir
el camino del bien.
Respecto a la preguntan sobre la utilidad
que tiene ir a misa, el Papa le respondiendo no
sólo al niño sino también a toda la cultura pragmatista
de nuestra época “Sirve para hallar el centro de la
vida…Si Dios está ausente en mi vida, si Jesús está
ausente en mi vida, me falta orientación, me falta una
amistar esencial, me falta una alegría que es importante para
la vida. Me falta también la fuerza para crecer como
hombre, para superar mis vicios y madurar humanamente”. Lo verdaderamente
importante de la catequesis y de la celebración de las
primeras Comuniones: es que nuestros chavales descubran lo grande que
es ser cristiano, amigo y discípulo de Jesucristo Nuestro Salvador
y Redentor. Es en el seno de la Iglesia Católica
donde se le conoce y se le ama plenamente.
Por otra
parte, los padres cristianos tienen su responsabilidad en el crecimiento
y maduración de la fe de sus hijos, acarreada por
el hecho de la decisión libre de que sus hijos
reciban la Primera Comunión. Por ello, no todo se reduce
a organizar y acompañar a los niños en ese día
y después desentenderse. Es necesario el acompañamiento espiritual y formativo
de la familia. Que los chicos vean a sus padres
vivir los valores del Evangelio, que rezan, leen las Sagradas
Escrituras y participan de los Sacramentos. De esta manera, las
futuras generaciones de cristianos comprenderán que no podemos vivir sin
la Misa como momento primordial para crecer en la fe
y vivir en la caridad.
Preguntas y comentarios al autor de este artículo
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