Nuestro corazón está herido por el pecado, nuestra mente vive
dispersa en mil distracciones vanas, nuestra voluntad flaquea entre el
bien y el mal, entre el egoísmo y el amor.
¿Quién nos salvará? ¿Quién nos apartará del pecado y de la muerte?
Sólo Dios. Por eso necesitamos acercarnos a Él para pedir perdón.
Pero, entonces, “¿quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá
estar en su recinto santo?” Sólo alguien bueno, sólo alguien santo: “El
de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma,
ni con engaño jura” (Sal 24,3-4).
Sabemos quién es el que tiene las manos limpias, quién es el que
tiene un corazón puro, quién puede rezar por nosotros: Jesucristo.
Jesucristo puede presentarse ante el Padre y suplicar por sus
hermanos los hombres. Es el verdadero, el único, el “Sumo Sacerdote
según el orden de Melquisedec” (Hb 5,10; 6,20). Es el auténtico
“mediador entre Dios y los hombres” (1Tm 2,5), como explica el
“Catecismo de la Iglesia Católica” (nn. 1544-1545).
Cristo es el único Salvador del mundo. De un modo personal, profundo, quiere ser, también, mi Salvador.
Celebrar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos llena de alegría. El
altar recibe la Sangre del Cordero. El Sacerdote que ofrece, que se
ofrece como Víctima, es el Hijo de Dios e Hijo de los hombres. El Padre,
desde el cielo, mira a su Hijo, el Cordero que quita el pecado del
mundo, el Sumo Sacerdote que se compadece de sus hermanos.
El pecado queda borrado, el mal ha sido vencido, porque el Hijo
entregó su vida para salvar a los que vivían en tinieblas y en sombras
de muerte (cf. Lc 1,79).
Podemos, entonces, subir al monte del Señor, acercarnos al altar de Dios, participar en el Banquete, tocar al Salvador.
Como en la Última Cena, Jesús nos dará su Cuerpo y su Sangre. Como a
los Apóstoles, lavará nuestros pies, y nos pedirá que le imitemos:
“Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27).
“Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he
hecho con vosotros” (Jn 13,15).
Ese es nuestro Sumo Sacerdote, el Cordero que salva, el Hijo amado
del Padre. A Él acudimos, cada día, con confianza: “Pues no tenemos un
Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino
probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado.
Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de
alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb
4,15-16).
Preguntas o comentarios al autor P. Fernando Pascual LC