Autor: Alfonso Aguiló |
Fuente: Conoze.com Necesitas reflexionar
Nuestra vida debe ser fruto de nuestras decisiones
personales, todo lo contrastadas que se quieran Necesitas
reflexionar Cuando una persona se encuentra agobiada por el peso de
una preocupación, solemos decirle que necesita distraerse. Y le recomendamos que
salga un poco de todo ese entramado de tensiones que le oprimen, y busque fuera
de él un horizonte más luminoso y recomponedor. Y efectivamente, lo normal es
que ese periodo de descanso en un ambiente gratificante produzca el cambio
deseado.
Pero también se puede dar el caso de
que lo que una persona necesite no sea distraerse sino reflexionar: volverse
sobre sí misma para hacer de su vida objeto de sereno estudio, y encontrar así
conclusiones válidas para eliminar errores y vivir con más acierto.
Reflexionar con sosiego puede tener
resultados muy beneficiosos para quien esté convencido de su necesidad. Lo malo
es que muchas veces es precisamente esto lo más difícil, convencernos de que
necesitamos reflexionar. Porque no suele costarnos comprender que necesitamos
distraernos, pero cuando la necesidad es de reflexión, nos cuesta más caer en la
cuenta, no se sabe bien por qué.
Quizá se deba, en bastantes
ocasiones, a que la reflexión va intrínsecamente unida a la conducta diaria, y
quizá advertimos que hemos de cambiar algo en nuestra vida, y nos cuesta
hacerlo, y rehuimos pensar en ello. Si esto nos sucede -continúo glosando ideas
de Miguel Angel Martí-, debemos alertarnos. Cuando la vida va más aprisa que
nuestro pensamiento y nos encontramos actuando sin habernos dado tiempo a hacer
una elección razonada, precisamente entonces resulta urgente decirnos, o que
alguien nos diga: «necesitas reflexionar». Porque de no hacerlo, nuestras
reflexiones (cuando las haya) serán siempre a posteriori, a hechos consumados. Y
la reflexión -que es el ejercicio de la razón aplicada a nuestra propia vida-
debe estar al inicio de nuestro actuar, para así elegir lo mejor.
La huida hacia adelante -que suele
justificarse luego con complicadas razones que intentan disculpar los
comportamientos erróneos- es una grave equivocación, de la que siempre sale
perjudicado quien la toma como norma de conducta. Esta fuga hacia adelante deja
de lado a la razón, que queda obligada a aparecer sólo al final, como una pobre
esclava que es reclamada en última instancia para intentar justificar una
elección que comprendemos que fue errónea.
El hombre no puede prescindir de la
razón. Y si en lugar de darle una misión de alumbrar la verdad y el bien, la
convierte en una simple justificadora de conductas, cuya máxima norma suele ser
«está bien porque lo he hecho yo (y todo lo que yo hago, para mí está bien)»,
entonces se produce una perversión del uso de la razón, y la que debía ser
antorcha de la verdad, pasa a ser una simple venda que tapa las heridas de una
conducta irreflexiva.
La reflexión no es una actividad
exclusiva de los filósofos. A lo largo de su vida, el hombre sensato se pregunta
con frecuencia por su propia identidad, se hace cuestión de sí mismo, se
interesa por él, no sólo por su actividad, se vuelve a su mundo interior en
busca de respuestas. Y caemos entonces en la cuenta de que nos equivocamos, y
descubrimos la importancia de la verdad, experimentamos como angustiosa la duda
y deseamos salir de ella, surge en nosotros la incertidumbre, a veces también el
desconcierto. Y se nos hace necesario pensar, poner orden, relacionar datos,
examinar experiencias pasadas, ver posibles consecuencias en caso de optar por
una solución determinada.
Y luego podemos preguntar, y pedir
consejo, pero al final nuestra vida debe ser fruto de nuestras decisiones
personales, todo lo contrastadas que se quieran, pero la última palabra la
debemos dar nosotros. Y esa última palabra debe ser pensada con la seriedad que
se merece.
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