Algunos cristianos, que alguna vez han llegado a sufrir en carne propia dolores escruciantes, -por ejemplo, el de una gran soledad-, han percibido el consuelo que dimana de los Sagrarios donde está presente el Señor, en medio del olvido de los hombres, incluidos los más cercanos y amados, se sintieron confortados íntimamente por la compañía del amigo, del que permanece fiel en el tiempo y en la eternidad.
En los campos de concentración, durante la segunda guerra mundial, algunos de los prisioneros celebraban a escondidas la Santa Misa; a los moribundos se les iluminaba el rostro. Cuando Pío IX, acosado por as tropas de Napoleón, tuvo que huir por la puerta trasera del Palacio de Letrán, bajo su disfraz de párroco, llevaba a Jesús Sacramentado, oculto y colgado de un hostiario sobre el pecho, como único compañero de su destierro.
Percibir, pues, con tan viva emoción la presencia de Dios es el resultado de esa experiencia de fe intensa, y también, de un amor muy personal y cercano a ese Cristo del Tabernáculo. Exactamente lo contrario a la lejana, nebulosa, fría idea de Dios y de su presencia, que se percibe en los que visitan las grandes catedrales y se impresionan por su belleza, pero no reparan en el insondable amor de Dios que está encerrado en el Sagrario; igual a como lo está en otros miles de ellos, quizás pobres y sencillos, alrededor del ancho del mundo.
Cuando Cristo en la Eucaristía es amado, se convierte en la gran fuerza del alma. En la historia de los mártires del coliseo romano se puede leer cómo ellos se robustecían con el Pan de la Vida antes de salir a la arena al encuentro de las fieras y cómo dejaban admirado al pueblo vociferante, por la alegría y la luz que irradiaban sus rostros y que manifestaban también sus jubilosos cantos y sus vestidos festivos.:
¿qué tiene está religión que hace a los cristianos enfrentarse así a la muerte? se preguntaban todos. Nosotros sabemos que Cristo, al que previamente habían recibido en la comunión, les daba esa alegría. Y ese mismo Cristo es el que aún está con nosotros, para dar a todos cuantos le siguen hoy también la capacidad, incluso heroica, de las virtudes cristianas, de la virginidad y del martirio cuando son necesarios. Cristo está allí, en el tabernáculo, a nuestra disposición, para cuando lo queramos.
La Eucaristía, don de amor Juan introduce los relatos de la Última Cena y de la Pasión con un pensamiento sobre el amor de Jesucristo a los hombres:
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1): ¡fue su manifestación superior!.
La institución sacramental de esa divina presencia en el pan y el vino la describen los Evangelistas y contemplando la de Lucas 22, 14-20, el corazón no puede menos que temblar
- de amor: amor es la respuesta al amor;
- de gratitud: sintiendo, sobre todo, la falta de cualquier merecimiento y comprendiendo que todo es dignación divina;
- de respeto: pues nos llena de silencio, admiración, adoración.
Él había dicho:
Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Jesús en la Cena del jueves llevó a cabo, de manera real aunque misteriosa pero real, la entrega que, luego el Viernes, fue todo dolor y muerte.
Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados...... (Mt 26, 27-28): ese “derramada” está indicando la identidad entre el Jueves y el Viernes Santo.
Pablo exclamaba emocionado:
Me amó y se entregó por mí. (Gal 2, 20).
Amó a su Iglesia, y se entregó por ella (Ef 5, 25).
La Eucaristía, don de presencia y compañía. Haced esto en recuerdo mío (Lc 22, 19). Estas palabras siguieron a las anteriores y conforme a ellas las primeras comunidades cristianas se reunían asiduamente para la "fracción del pan", la celebración más expresiva de su fe en Jesucristo y de su comunión con Él y entre sí . desde el inicio hasta hoy así ha sido entre nosotros los cristianos.
La Eucaristía es, pues, también ese don de la presencia de Cristo viviente en medio de nosotros: Cristo resucitado y vivo, palpitante como entonces en Palestina, sólo que en forma diversa, pero igualmente verdadera. En aquel Jueves Santo, Él sabía que tenía que partir, pero supo maravillosamente inventar el modo de irse y de quedarse a la vez. Por eso parece hermosa la manera de cerrar la narración de la vida de Jesús que usa San Mateo en su Evangelio:
"Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20). Lo comprendemos muy bien al lado de Jesús Eucaristía, aunque es verdad que ésta no es la única forma de su presencia entre nosotros, pero sí ciertamente la más viva, la más intensa, la más activa, la más salvífica.
La Eucaristía, don de fortaleza y fecundidad. El dolor de la soledad. Es claro que no se trata de soledad por ausencias físicas, sino por incorrespondencias de amor: no se visita a Jesús en el Sagrario, pero es por inderefencia en el amor, o por tibieza en él.
Aún así, el amor de Jesús es inmutable:
porque los montes cambiarán de lugar y las colinas se desplazarán, pero mi amor no se apartará de tu lado, y mi alianza de paz no se moverá: así dice el Señor, que tiene compasión de tí (Is 54, 10).
¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella pudiera olvidarse, yo no te olvido, pues te llevo tatuado en las palmas de mis manos (Is 46, 15-16)
¡Qué verdad es todo esto en la Eucaristía!: yo me olvido de ese amor palpitante, pero ¡Él no se da por vencido, y su amor terminará por vencer! ¡por vencerme! Allí es Él el gran adorador; allí es el gran santificador. Puede ser verdad que muchos no lo visiten y que otros lo ignoren, pero igualmente lo es que cuantos se acercan a ÉL para verle saben por experiencia el gran consuelo que Él derrama, que de verdad se muestra como "el compañero" que hace "más breve su dolor" desde ese puesto vigilante, amoroso. Como un dulce amigo, o como una buena madre.
Sabía de antemano que se le iba a necesitar porque el camino de la felicidad es duro: es a ratos la experiencia de estar solos, de ser las excepciones en el ambiente general, y lo sufrimos por Él, solamente por Él y Él lo sabe y por eso está ahí para sostenernos. La verdad es que se necesita
ese pan de los fuertes.