MAÑANA DE PASCUA
(Mt 28, 1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-11; Jn 20,1-18)
Por
Emma-Margarita R. A.-Valdés
Cuando abrí mi sepulcro, el monumento
enterrado en la cuna del olvido,
brotaron en mi pecho, roto, herido,
aromas de jazmines de tu aliento.
Con raíces y espinas construí
tu altar del sacrificio en mi interior,
se iluminó la sombra del dolor
y el vacío hecho luz me habló de Ti.
Ahora sé que tus dogmas eran ciertos,
no temo a mi destino que se labra
con la eterna verdad de tu palabra;
ya no te busco, amor, entre los muertos.
Me despojo de un mítico sudario,
avento las cenizas del temor,
acepto mi intemperie con temblor
de lágrima abrasada en incensario.
Mi cuerpo se descarna del silencio
al eco de mi nombre en tu llamada,
hoy te sigo, Rabboni, enamorada
y me postro a tus pies, te reverencio.
En mi sembrado manan las espigas
cascadas de semillas celestiales,
las riegas con tus dones bautismales
y anhelan que, en tu mano, las bendigas.
Vuelo a tu Galilea; voy al centro
de tu océano humilde y transparente.
Voy a apagar mi inmensa sed ardiente
y a llevar tu agua clara tierra adentro.
Llegaré hasta tu faro, a la atalaya
donde rompen las olas sucesivas,
fragmentaré mi piedra en sensitivas
arenas refulgentes de tu playa.
Y volveré al camino, a los senderos
alejados del ruido de tu mar,
enseñaré en secano tu remar
a náufragos que esperan ser barqueros.