Soy pequeño, de figura fina y estilizada. Sé que luzco bien parecido, envuelto en una bonita prenda de papel blanco. Ocupo un lugar destacado en estantes y vidrieras, en elegantes cigarreras doradas.
De día estoy en escritorios; de noche, en mesitas de luz. Periódicos y revistas me dedican varias páginas. La televisión me otorga minutos importantes de publicidad. Mi aroma invade el ambiente de salones y trenes. Conocido es que, desde tiempos lejanos, he formado un imperio con hombres de todas las razas y credos, ricos y pobres, jóvenes y ancianos de ambos sexos.
Yo establezco las leyes de este imperio. Mis súbditos esclavos, como “cariñosamente” los llamo, deberán sacrificarse por mí cuando se lo pida, no importa cuánto les cueste. Como rey y amo que soy, yo les brindo placer, momentos de evasión y calma a sus ansiedades.
A cambio deberán entregarme su corazón debilitado, sus pulmones congestionados, sus manos y dientes manchados; no pocos deberán estar dispuestos a soportar insignificantes dolores de cáncer. Pero ¿qué importancia puede tener un poco de sufrimiento al lado de la compañía que les ofrezco? En los últimos años, algunos rebeldes han volcado su ira sobre mí, me han declarado la guerra.
No sé qué extravagante filosofo les inculcó la idea de que yo soy un simple objeto y de que ellos, en cambio, son seres humanos libres, capaces de elegir, de no crear dependencia con nada. Los sediciosos han ido aumentando, pero todavía tengo súbditos dóciles, fieles, ingenuos, que seguirán entregando sus vidas por mí, y sometiéndose a mi entera voluntad.
Espero que usted, que lee esta confesión, no me abandone nunca, y recuerde: Yo le doy placer, mucho placer; usted me entrega sólo su salud, su vida. Ésta es la ley de mi imperio.
El cigarro
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