Dije no porque quería evitarme problemas y mantener la tranquilidad que hasta ahora me envolvía.
Dije no porque prefería salir de paseo en vez de ponerme en serio ayudar a quien lo necesitaba.
Dije no porque temía un fracaso, para no quedar nuevamente en ridículo ante esa persona conocida por sus críticas envenenadas.
Dije no porque la pereza fue más fuerte en mi jornada que el cariño que debería ofrecer a un familiar o un amigo.
Dije no incluso a Dios, porque la tentación se me hizo muy fácil y porque pensé que la gracia no me ayudaría.
Pero necesito romper con esas negativas que me aprisionan a lo fácil, a lo cómodo, al egoísmo, al pecado; que me encadenan al respeto humano, al miedo, al recuerdo de tantos fracasos del pasado.
Necesito, sobre todo, abrirme al horizonte del amor, de la fe, de la esperanza. Porque con Cristo hasta un criminal puede empezar a ser santo, un borracho puede superar su dependencia casi enfermiza, un cobarde puede revestirse de valor, un soberbio puede agachar la cabeza como un manso cordero ante el Hijo del Hombre que supo morir mansamente en el Calvario.
Hoy tengo entre mis manos unas horas en las que decido mi destino. Si me abro a Dios, si me dejo guiar por su gracia, si confío, seré capaz de dar un sí, y otro, y otro, para ayudar, para perdonar, para acompañar, para cuidar, para servir, para amar.
Aprenderé, entonces, a vivir como el Señor, que supo siempre dar un sí lleno de Amor al Padre y a los hombres. "Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús (...) no fue sí y no; en él no hubo más que sí" (2Co 1,19).