Una canonización pone ante nuestros ojos la vida de un hombre o de una mujer que se que dejaron transformar por Dios. Porque detrás de cada santo hay, simplemente, radicalmente, un don y una respuesta.
El don es el de la gracia. Recibida en el bautismo, alimentada en la Eucaristía, rescatada en la Penitencia, la gracia transforma los corazones y permite el gran milagro de acoger a Dios en lo más íntimo de la propia existencia.
La respuesta es la que ofrece cada bautizado. Unos, por desgracia, lo hacemos con poco entusiasmo, con tibieza, con apatía. Otros, los santos, lo hacen intensamente, con alegría, con esperanza, con amor.
Detrás de cada santo brilla, por lo tanto, la acción salvadora de Cristo. El Hijo del Padre e Hijo del Hombre lava con su Sangre los pecados, invita a la conversión, propone un camino que pasa por la puerta estrecha que implica también la hora de la cruz.
Sólo quien acoge a Cristo puede salvarse, pues no hay otro nombre bajo el cielo que nos ofrezca el rescate verdadero (cf. Hch 4,12). Desde esa acogida empieza el proceso maravilloso que transforma los corazones, hasta el punto de que un santo ya no vive para sí mismo, sino que deja a Cristo vivir dentro de sí (cf. Gal 2,20).
Al contemplar la vida de cada santo, canonizado o sin canonizar, necesitamos tiempo para dar gracias a Dios por haber venido al mundo, por haber ofrecido su Amor, por habernos rescatado del pecado, por invitarnos a una vida nueva en el Espíritu.
Luego, llega el momento de poner la mano sobre el arado y empezar ese trabajo sencillo, humilde, confiado, de quien cree y espera, de quien opta por dedicar toda su vida a amar, sinceramente, a Dios y a los hermanos.