Nuestra Señora del Buen Consejo
por Sor Mary Elizabeth, CMRI, y Sor Peter Amanda, OP
“Yo, la sabiduría, vivo en el consejo, y estoy presente en los buenos juicios... El consejo es mío, la prudencia es mía, y mío es el poder.” Proverbios 8:12,14
Entre los hermosos títulos de la letanía de Loreto se encuentra el de Nuestra Señora del Buen Consejo. Y aunque esta invocación sea de origen relativamente reciente — fue añadida por el papa León XIII en 1903 — la devoción en sí es muy antigua y data desde los albores de la era cristiana. La maravillosa historia de esta devoción, y la dulce Madona de este título, comienza en el pueblito de Genazzano, a unos cuarenta kilómetros al sureste de Roma. En tiempos precristianos, esta aldea había sido famosa por un festival que los paganos celebraban cada 25 de abril en honor a la diosa Venus. Ahora sobre las ruinas del templo de la antigua idolatría, el papa san Marcos (336-352 d.C.) donó una iglesia en honor a la Virgen, Madre del Buen Consejo. Fue una de las primeras iglesias dedicadas a Nuestra Señora que se conoce. También fue este Papa el que instituyó la solemne observación, cada 25 de abril, de la fiesta de Nuestra Señora del Buen Consejo, a quien la venerarían como patrona especial de la ciudad. En el calendario universal, sin embargo, la fiesta se observa el 26, el día anterior a la fiesta de san Marcos.
Siglos después, en 1356, cuando los estragos de la guerra y las vicisitudes del tiempo habían cobrado su precio, los padres agustinianos se convirtieron en los guardianes del santuario de Nuestra Señora. Pero, aun cuando intentaron restaurar y ampliar la iglesia, la tarea resultó ser demasiado inmensa, y hubiera sido imposible, si María misma no hubiera intervenido.
Para 1467, las condiciones del edificio se habían deteriorado considerablemente; ya no era un santuario digno de la augusta Reina del Cielo. Una viuda piadosa y anciana, después conocida como la Bienaventurada Petruccia, tuvo la inspiración de consagrar su vida y su fortuna para restaurarlo.
Desde el comienzo, todo mundo se dio cuenta de que su caudal, aunque eran grande, no era lo suficiente para terminar el proyecto. No obstante, contrató a los trabajadores, compró los materiales y comenzó la reconstrucción. Cuando se le agotó la fortuna, la noble empresa apenas había empezado. La iglesia había sido ampliada, pero las ásperas paredes quedaron sin terminar; además, ahora parte del interior estaba expuesto a los elementos. A pesar de las ruinas de la iglesia, la viuda seguía impertérrita. Cuando ya no fue capaz de continuar el trabajo, se volvió a la oración y al sacrificio fervientes. Lo único que podía decir — y esto lo hacía con tanta frecuencia que le valió el ridículo — era que el santuario pronto iba a ser restaurado “porque una gran Señora venía.”