CARTA DEL GRAN JEFE SEATTLE A FRANKLIN PIERCE,
PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS
"El Gran Jefe de Washington envió palabra de que
desea comprar nuestra tierra. También nos
manda el Gran Jefe palabras de amistad, buenos deseos.
Es muy amable de su parte: sabemos que
también él necesita de nuestra amistad. Nosotros hemos
tomado en consideración su oferta, porque
sabemos que, de no hacerlo así, el Gran Jefe puede
venir con sus armas a quitarnos nuestra tierra.
Por eso nosotros le decimos: el Gran Jefe de
Washington puede contar con nosotros tan sinceramente
como nuestros hermanos blancos pueden contar el
regreso de las estaciones. Mis palabras son
como las estrellas, no se pueden detener.
Más, ¿cómo se puede comprar o vender el cielo, ni aun
el calor de la tierra? Esta idea nos resulta
extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire ni
del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán
ustedes comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es
sagrado para mi pueblo. Cada brillante aguja de
pino, cada ribera arenosa, cada niebla en las maderas
oscuras, cada altozano y hasta el zumbido de
cada insecto es sagrado para la memoria y para el
pasado de mi pueblo. La savia que circula por las
venas de los árboles lleva consigo la memoria de los
pieles rojas.
Los muertos del hombre blanco olvidan su país de
origen cuando inician su camino hacia las estrellas;
por el contrario, nuestros muertos jamás podrán olvidar
esta bondadosa tierra, pues es la madre de
todos los pieles rojas: somos parte de la tierra y,
asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores
perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el
caballo, la gran águila: he aquí nuestros hermanos.
Las escarpada peñas, los prados húmedos de rocío, el
calor del cuerpo del caballo y el del hombre;
todos somos una misma familia.
Cuando el Gran Jefe de Washington nos envía mensaje
de que quiere comprar nuestras tierras, dice
que nos reservará un lugar en el que nosotros podamos
vivir apaciblemente. Dice también que él se
convertirá en nuestro padre, y nosotros en sus hijos.
Pero, aunque consideramos su oferta, ello no nos
resulta fácil, ya que esta tierra es sagrada para nosotros.
El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no
es sólo agua, sino que también representa la
sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos las
tierras, deben recordar que éstas son sagradas, y
enseñar también a sus hijos que cada reflejo en las
aguas del lago evoca los sucesos y memorias de
las vidas de nuestras gentes. Porque el murmullo del
agua son las palabras de mi padre y de mi
madre. Porque los ríos son nuestros hermanos y sacian
nuestra sed, porque llevan nuestras canoas y
alimentan a nuestros hijos, si les vendemos las tierras
ustedes deben recordar - y enseñarles a sus
hijos - que los ríos son nuestros hermanos y también los
suyos y que, por eso, deben de tratarlos con la
misma dulzura con que se trata a un hermano.
Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras
razones. Un pedazo de nuestra tierra es lo mismo
para él que el siguiente, ya que es un extraño que viene
de la noche y nos arrebata la tierra donde quiera
que la necesite. La tierra no es su hermana, sino su
enemiga y cuando la ha conquistado se retira de
allí, dejando atrás la sepultura de sus padres sin
importarle. Secuestra la tierra a sus propios hijos: tanto
le da la tumba de sus padres como el lugar que
pertenece a sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a
su hermano, el cielo, como objetos que se compran, se
venden igual que ovejas o cuentas de colores.
Su apetito devorará a la tierra y dejará detrás sólo el
desierto.
No sé, mas nuestro modo de vida es distinto del de
ustedes. La sola visita de sus ciudades llena de tristeza
los ojos del piel roja. Tal vez sea que el piel roja es un
salvaje que no comprende nada...
No existe un lugar pacífico en las ciudades blancas, ni
hay un sitio donde escuchar cómo se abren las
hojas de los árboles en primavera o el zumbido de los
insectos. Quizá esto también se deba a que yo soy
un salvaje y no entiendo nada...
Pero, después de todo, ¿para qué sirve la vida si el
hombre no puede escuchar el adorable lamento del
chotacabras ni las incursiones nocturnas de las ranas
en el filo de un estanque? Será que soy un salvaje
y nada entiendo...
Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la
superficie de un estanque, lo mismo que el
aroma de ese aire purificado por la lluvia del mediodía
o perfumado por el polen de los pinos. El aire
tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos
los seres comparten un mismo aliento;
la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el
mismo aire. El hombre blanco no parece consciente
del aire que respira; lo mismo que un moribundo que
lleva muchos días en la agonía, es insensible
a las sensaciones del olfato.
Por eso, si les vendemos nuestras tierras deberán
recordar que el aire es inestimable, que comparte su
espíritu con la vida que sostiene.
El viento que dio a nuestros antepasados su primer
soplo de vida, también deberá recibir nuestros últimos
suspiros. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes
deberán conservarlas como algo sagrado, como un
lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el
viento perfumado por las flores de las praderas.
Otra condición deberá aceptar el hombre blanco si
decidimos venderle nuestras tierras: deberá tratar a
los animales como a sus hermanos. Yo, que soy un
salvaje, no comprendo otra forma de vida. He
visto millares de bisontes pudriéndose en las praderas,
muertos a tiros por el hombre blanco desde un
tren en marcha. Soy un salvaje, por eso no comprendo
cómo una máquina humeante puede importar
más que el bisonte, al que nosotros matamos sólo para
sobrevivir.
¿Qué sería del hombre blanco sin los animales? Si todos
desaparecieran, el hombre también se
extinguiría a consecuencia de su gran soledad de
espíritu. Y pues todo va enlazado, lo que sea de los
animales, será del hombre.
Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son
las cenizas de nuestros antepasados.
Incúlquenles que la tierra ha sido regada con la sangre
de sus semejantes para que sepan respetarla.
Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los
nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo
cuanto ocurra a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra.
Si los hombres escupen en la tierra se
escupen a sí mismos.
Una cosa sabemos: la tierra no pertenece al hombre,
sino que el hombre pertenece a la tierra. Todo
va enlazado, como la sangre que une a una familia.
Todo lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los
hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la
vida; él es sólo un hilo. Lo que hace con la trama
se lo hace a sí mismo.
Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla
con él de amigo a amigo, queda exento del destino
de todos. Tal vez seamos hermanos, a pesar de todo.
Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco
descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios.
Ustedes piensan ahora que lo poseen, al igual que
desean poseer nuestra tierra. Pero esto es imposible.
Él es el Dios de los hombres y su compasión debe ser
compartida por igual entre el hombre blanco y el
piel roja. La tierra es algo muy precioso para Él y si se
la daña se desprecia al Creador. A los blancos
les puede pasar también, tal vez pronto, lo que a
nuestras tribus. Continúen contaminando su cama
y se sofocarán una noche en su propio desierto.
Cuando los bisontes sean exterminados, los caballos
salvajes domesticados, saturados los rincones
secretos de los bosques por el aliento de tantos
hombres, ¿dónde estará la maleza?; habrá
desaparecido; ¿dónde estará el águila?... Se habrá ido.
Terminará la vida y empezará la supervivencia.
Nosotros podríamos comprender si supiéramos lo que el
blanco anhela; ¿qué espera contar a sus hijos
en las largas noches de invierno?, ¿qué visiones arden
dentro de sus pensamientos?, ¿qué desean para
el mañana?... Más nosotros somos salvajes. Los sueños
del hombre blanco nos están vedados, y por
eso debemos seguir nuestro propio camino. Si llegamos
a un acuerdo será para asegurar su conservación, como
lo han prometido. Cuando el piel roja se desvanezca de
la tierra y su memoria sea solamente la
sombra de una nube que atraviesa las praderas, estas
riberas y prados aún estarán impregnados del
espíritu de mis gentes, de amor a la tierra, lo mismo
que el recién nacido ama los latidos del corazón
materno. Si les vendemos estas tierras, ámenlas como
nosotros las hemos amado. Preocúpense de ellas
de igual manera que nosotros nos hemos preocupado.
Mantengan la tierra como ahora está, con toda
su pureza, con toda su fuerza y con todo su corazón.
Presérvenla para sus hijos, y ámenla de la misma
manera que Dios nos ama a todos nosotros... "