Por Mex Urtizberea
Para LA NACION
“La raza humana tiene un arma verdaderamente eficaz: la risa”.
Mark Twain
Cada pueblo tiene su risa, su manera de encontrar cómico lo que puede ser
cómico.
Mientras lo trágico es universal, y con mayor o menor intensidad todo el
mundo se conmueve o se angustia casi frente a los mismos temas (la muerte, el
desamor, el abandono, los desencuentros, el dolor y todos sus sinónimos), cada
pueblo se ríe de cosas diferentes.
Hablar de Alberto Olmedo es hablar de la risa argentina: no es seguro que un
sueco o un finlandés se hubiesen reído a lo grande con el Yéneral Gonzales, el
general de Costa Pobre, y sus estrategias bananeras para ubicar soldaditos y
cañones; lo más probable es que un japonés o un canadiense no se hubiesen
descostillado a carcajadas con el Manosanta; acaso un marroquí no hubiese
encontrado tan gracioso ver al Capitán Piluso cocinando junto a Coquito, con
total seriedad, solemnidad incluso, un minichorizo cuya receta consistía en
colocar dentro de una media de mujer (de una medibacha, para ser más exactos)
pedacitos de distintas comidas, y después cerrarlo con un nudo.
Cada pueblo tiene su risa, su mirada para encontrar gracioso lo que puede ser
gracioso.
Cada pueblo se ríe de lo que se ríe, y a veces se ríe de sí mismo, de sus
defectos como pueblo.
El “Negro” Olmedo ponía en evidencia al chanta argentino, y allí lo
encontrábamos en un sillón haciéndose llamar Borges, junto a su compañero
Alvarez, dándose categoría, fingiendo ser lo que no era a fuerza de chamullo;
tan argentino como el oficinista Pérez, que con viveza criolla intentaba ganarle
el puesto de subgerente a su compañero de oficina.
Cada pueblo es como se ríe.
Y, por momentos, Alberto Olmedo era el argentino que siente la necesidad de
transgredir las reglas establecidas, porque no cree en ellas, o porque intuye
que hay que ponerlas en tela de juicio para que algo mejor aparezca, y era
entonces cuando nos maravillaba a todos los telespectadores, tan fuera de
libreto, tan atado a nada, desbordando los decorados e improvisando espacios,
provocando un revuelo que trascendía la pantalla y nos acercaba a un caos
creativo que valía la pena, porque la irreverencia, si es con talento, abre
horizontes, y porque si alguien consigue tener más libertad, todos somos más
libres.
De eso nos reíamos los argentinos, en algún rincón de nosotros más libres que
antes; a lo mejor estrenamos una risa con Olmedo.
Cada pueblo tiene su risa, su manera de encontrar cómico lo cómico.
Cada risa tiene su cómico.
Cada cómico tiene su pueblo.
Nosotros tuvimos al “Negro” Olmedo, o lo seguimos teniendo: nadie ha muerto
si hizo reír a un pueblo.