Que no llegue la aurora Puedo hallarte en cualquiera de los paisajes vivos ignorantes de otoño dispersando hojas secas: en los grupos de niños retozando entre olivos, en los corros de niñas peinando sus muñecas. Doquiera que la vida derrama su alegría, donde la luz es signo de risa mañanera, en la noche que enreda suavidad y energía, a la orilla del río o al pie de la palmera. Cuando el invierno viste de blanco la llanura, no te busco en el olmo ni en el cerezo desnudos, sino al lado del fuego, ceñida a mi cintura, mientras brazos y piernas ensayan nuevos nudos. Quede la muerte a un lado, tú y yo somos vida, sin viento que despoje gozos de abril y mayo, el corazón eufórico, la piel estremecida, y todos los sentidos el impacto del rayo. No hay en ti decadencia de audacia ni estaciones, sólo estás en inmóvil primavera alojada, y allí donde te encuentro, desnuda de razones, como lengua de fuego, temblorosa y callada. No en el silencio tímido ni en el temblor del miedo, sino en la expectativa que larga espera induce, en el escalofrío que un roce con el dedo explorando los senos en círculo produce. Tan lento siempre el tiempo lejos de ti, y ahora, con qué insensata prisa ruedan sus manecillas; alárgame este instante, que no llegue la aurora, ni se extinga este cerco de brazos y rodillas
Autor: Francisco Alvares Hidalgo
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