Madurar en Dios
Hay quienes maduran a base de golpes.
Tras un mal paso, después de una traición,
al descubrir la propia debilidad,
uno empieza a darse cuenta de muchas cosas...
Quedan, sí, heridas, porque el pasado no
perdona y “pasa” siempre su factura.
Pero al menos aprendimos a no ser ingenuos,
a no ser presuntuosos, a no apoyarnos en
el dinero, a no empezar el segundo vaso de
vino, a dejar lejos la curiosidad de ver qué se siente si...
Hay, sin embargo, otro camino para madurar.
Consiste en vivir en un diálogo continuo,
sereno, confiado, constante, con Dios.
La vida, en este segundo camino, es vista como
una llamada, como un don, como un viaje
entre mil compañeros y con un destino común: el cielo.
El caminante madura desde la escucha continua del mensaje divino. Toma entre sus manos el Evangelio.
Descubre la invitación a rezar continuamente,
a dejar de lado la obsesión por el dinero,
a cuidar las miradas, a controlar los pensamientos,
a dejar espacio al servicio, al perdón, a la acogida, a la esperanza.
El Evangelio sirve como hoja de ruta y
como mensaje que llega a lo más hondo del
alma: hay un Dios que me ama, que me busca,
que me espera, que desea mi bien.
Hay un Dios que me pide que aprenda a
amar a mis hermanos, a los que se encuentran a mi lado.
Hay un Dios que también me ayuda si he dado un
mal paso, si he cometido un pecado,
si me dejé vencer por el egoísmo,
si cedí a las insidias de la soberbia.
Es un Dios que no me quita placeres buenos,
pues nunca será bueno algo hecho de modo
egoísta. Al contrario, me ofrece una alegría
mucho más rica, porque viene del mismo Dios que
se hace presente en la historia de cada uno de sus hijos.
Dios me invita, en este día, a caminar hacia la madurez
verdadera. Con ella será posible dar el paso
más profundo, más completo, más hermoso que
pueda realizar cualquier ser humano:
Amar a Dios y Amar al prójimo, sin medida,
sin miedos, con alegría, con esperanza.
Viviré así como imagen, como semejanza, de un Dios
que podemos definir con una simple palabra: ¡ Amor !
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