Dudé mucho antes de llevar a la práctica esta teoría. Sabía que corría peligro de muerte, porque una droga que tenía el inmenso poder de conmover y controlar el reducto mismo de la identidad era capaz de aniquilar totalmente ese tabernáculo inmaterial que yo pretendía alterar. Bastaría con un simple error en la dosis o en las circunstancias en que se administrara. Pero la tentación de llevar a cabo un experimento tan singular venció, al fin, todos mis temores. Hacía tiempo que había preparado la tintura. Inmediatamente compré a una firma de productos químicos al por mayor gran cantidad de una determinada sal que, debido a mis experimentos anteriores, sabía que era el último ingrediente que necesitaba, y a hora muy avanzada de una noche que maldigo, mezclé los elementos, los vi bullir y humear en la probeta, y cuando el hervor se hubo disipado, armándome de valor, bebí la poción.
Sentí unas sacudidas desgarradoras, un rechinar de huesos, una náusea mortal y un horror del espíritu que no pueden sobrepasar ni los traumas del nacimiento y de la muerte. Luego, la agonía empezó a disiparse y recobré el conocimiento sintiéndome como si saliera de una grave enfermedad. Había algo extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y, por su novedad, también indescriptiblemente agradable. Me sentí más joven, más ligero, más feliz físicamente. En mi interior experimentaba una fogosidad impetuosa, por mi imaginación cruzó una sucesión de imágenes sensuales en carrera desenfrenada, sentí que se disolvían los vínculos de todas mis obligaciones y una libertad de espíritu desconocida, pero no inocente, invadió todo mi ser. Supe, al respirar por primera vez esta nueva vida, que era ahora más perverso, diez veces más perverso, un esclavo vendido a mi mal original. Y sólo pensarlo me deleitó en aquel momento como un vino añejo. Estiré los brazos exultante y me di cuenta de pronto de que mi estatura se había reducido.
En aquellos días no tenía espejo en mi gabinete. El que hay a mi lado, mientras escribo estas líneas, lo traje aquí después precisamente por causa de estas transformaciones. La noche, sin embargo, se había cambiado en madrugada; la madrugada, negra como era, estaba a punto a dar a luz al día; los habitantes de mi casa estaban sumidos en el sueño, y así decidí, pleno como estaba de esperanzas y de triunfo, aventurarme a llegar hasta mi dormitorio bajo mi nueva forma. Crucé el jardín, donde las constelaciones me contemplaron desde las alturas a mi entender con asombro. Era la primera criatura de esa especie que en su insomne vigilancia veían desde el comenzar de los tiempos. Recorrí los corredores sintiéndome un extraño en mi propia morada, y al llegar a mi habitación contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Hablaré ahora sólo en teoría, no diciendo lo que sé, sino lo que creo más probable. El lado malo de mi naturaleza, al que yo había otorgado el poder de aniquilar temporalmente al otro, era menos desarrollado que el lado bueno, al que acababa de desplazar. Era ello natural, dado que en el curso de mi vida, que después de todo había sido casi en su totalidad una vida dedicada al esfuerzo, a la virtud y a la renunciación, lo había ejercitado y agotado mucho menos. Por esa razón, pensé, Edward Hyde era mucho más bajo, delgado y joven que Henry Jekyll. Del mismo modo que el bien brillaba en el semblante del uno, el mal estaba claramente escrito en el rostro del otro. Ese mal (que aún debo considerar el aspecto mortal del hombre) había dejado en ese cuerpo una huella de deformidad y degeneración. Y, sin embargo, cuando vi reflejado ese feo ídolo en la luna del espejo, no sentí repugnancia, sino más bien una enorme alegría. Ése también era yo. Me pareció natural y humano. A mis ojos era una imagen más fiel de mi espíritu, más directa y sencilla que aquel continente imperfecto y dividido que hasta entonces había acostumbrado a llamar mío. Y en eso no me equivocaba. He observado que cuando revestía la apariencia de Edward Hyde nadie podía acercarse a mí sin experimentar un visible estremecimiento de la carne. Esto se debe, supongo, a que todos los seres humanos con que nos tropezamos son una mezcla de bien y mal, y Edward Hyde, único entre los hombres del mundo, era solamente mal.
No me miré al espejo sino un instante. Ahora tenía que intentar el experimento segundo y decisivo. Me restaba averiguar si había perdido mi identidad para siempre y tendría que huir antes del amanecer de aquella casa que ya no sería mía. Y así regresé a toda prisa al gabinete, preparé una vez más la mixtura, la bebí, sufrí por segunda vez los dolores de la disgregación y volví en mí de nuevo con la personalidad, la estatura y el rostro de Henry Jekyll.
Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas, todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápidamente la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde. Y así, aunque yo ahora tenía dos personalidades con sus respectivas apariencias, una estaba formada integralmente por el mal, mientras que la otra continuaba siendo Henry Jekyll, ese compuesto incongruente de cuya reforma y mejora yo desesperaba hacía mucho tiempo. El paso que había dado era, pues, decididamente a favor de lo peor que había en mí.
En aquellos días aún no había logrado dominar la aversión que sentía hacia la aridez de la vida del estudio. Seguía teniendo una disposición alegre y desenfadada y, dado que mis placeres eran (en el mejor de los casos) muy poco dignos y a mí se me conocía y respetaba en grado sumo, esta contradicción se me hacía de día en día menos llevadera. La agravaba, por otra parte, el hecho de que me fuera aproximando a mi madurez. Por ahí me tentó, pues, mi nuevo poder hasta que me convirtió en su esclavo. No tenía más que apurar la copa, abandonar al momento el cuerpo del famoso profesor y revestirme, como si de un grueso abrigo se tratara, de la apariencia de Edward Hyde. Sonreí ante la idea, que en aquel tiempo me pareció humorística, y lo preparé todo con el cuidado más meticuloso. Alquilé y amueblé la casa del Soho (la casa hasta donde siguió la policía a Hyde) y tomé como ama de llaves a una mujer que tenía fama de discreta y poco escrupulosa. Anuncié a mi servidumbre que un tal Mr. Hyde (a quien describí) disfrutaría en adelante de plenos poderes y libertad en mi casa y, para evitar contratiempos, me presenté en ella y me convertí en visitante asiduo bajo mi segundo aspecto. Redacté después el testamento al que tantos reparos pusiste, de modo que si algo me ocurría mientras revestía la apariencia de Jekyll, podía refugiarme en la de Hyde sin tener que prescindir de mi fortuna, y creyéndome así bien protegido en todos los sentidos comencé a beneficiarme de la extraña inmunidad que me ofrecía mi posición.
Se sabe de hombres que han contratado a malhechores para que cometieran por ellos crímenes, mientras que su reputación y su persona no sufrían menoscabo. Yo he sido el primero que lo ha hecho por puro placer. He sido el primero que ha podido presentarse a los ojos del público cargado de respetabilidad y, un momento después, como un chiquillo de escuela, despojarme de esa vestidura y lanzarme de cabeza a la libertad. Para mí, cubierto con mi manto impenetrable, la seguridad era total. Imagínate. Ni siquiera existía. Sólo tenía que traspasar la puerta de mi laboratorio, mezclar en un segundo o dos la poción que siempre tenía preparada, apurarla y, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho, Edward Hyde desaparecía como el círculo que deja el aliento en un espejo. En su lugar, despabilando una vela en su gabinete, estaría Henry Jekyll, un hombre que podía permitirse el lujo de reírse de las sospechas.
Los placeres que me apresuré a buscar de esa guisa eran, como ya he dicho, indignos. No merecen un término más fuerte. Pero en manos de Hyde pronto se volvieron monstruosos. Cuando volvía de mis nocturnas excursiones, a menudo me asombraba de la perversidad de mi otro yo. Este pariente mío que había sacado de las profundidades de mi propio espíritu y enviado en busca del placer era un ser inherentemente pérfido y villano. Todos sus actos y sus pensamientos se centraban en sí mismo, bebía con bestial avidez el placer que le causaba la tortura de los otros y era insensible como un hombre de piedra. Henry Jekyll contemplaba a veces horrorizado los actos de Edward Hyde, pero la situación se hallaba tan lejos de las leyes comunes que insidiosamente relajaba el poder de la conciencia. Después de todo, el culpable era Hyde y sólo Hyde. Jekyll no era peor cuando se despertaba y recuperaba sus buenas cualidades aparentemente incólumes. A veces incluso se precipitaba, cuando era posible, a reparar el mal causado por Hyde. Y así su conciencia se fue adormeciendo poco a poco.
No tengo ningún deseo de entrar en detalles de las infamias en las que, en cierto modo, colaboré (pues aun ahora me resisto a admitir que las haya cometido); sólo quiero consignar aquí los avisos que precedieron a mi castigo y los pasos sucesivos con que éste llegó hasta mí. Un día ocurrió un incidente que, por no traerme consecuencias de mayor importancia, no haré más que mencionar. Un acto de crueldad, del que fue víctima una niña, atrajo sobre mí las iras de un viandante a quien reconocí el otro día en la persona de un pariente tuyo. El doctor y la familia de la niña le secundaron. Hubo momentos en que temí por mi vida, y al fin, con el propósito de pacificar su justificada indignación, Edward Hyde tuvo que llevarles hasta la puerta de su casa y pagarles con un cheque a nombre de Henry Jekyll. Para que en el futuro no ocurriese nada semejante, abrí una cuenta en otro banco a nombre de Edward Hyde y, una vez que, cambiado el sesgo de mi caligrafía, hube proporcionado una firma a mi doble, pensé que me hallaba fuera del alcance del destino.
Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers volví a casa una noche muy tarde de mis correrías y al día siguiente me desperté con una sensación extraña. En vano miré a mi alrededor, en vano vi mis preciados muebles y el alto techo de mi dormitorio, en vano reconocí el dibujo de las cortinas de la cama y la talla de las columnas de caoba. Algo seguía diciéndome en mi interior que no estaba donde estaba, que no había despertado donde creía hallarme, sino en un pequeño cuarto del Soho donde solía dormir bajo la apariencia de Edward Hyde. Me sonreí, y utilizando mi método psicológico empecé a estudiar perezosamente los diversos elementos que creaban esta ilusión hundiéndome de vez en cuando, mientras lo hacía, en un suave sopor. Seguía ocupada mi mente de este modo cuando de pronto, en uno de los momentos en que me hallaba más despabilado, mi mirada fue a caer sobre una de mis manos. Las de Henry Jekyll (como a menudo has observado) son las manos que caracterizan a un profesional de la medicina en forma y tamaño: grandes, fuertes, blancas y bien proporcionadas. Pero la mano que vi en esa ocasión con toda claridad a la luz dorada de la mañana londinense; la mano que descansaba a medio cerrar sobre la colcha era delgada, nervuda, nudosa, de una palidez cenicienta, y estaba cubierta de un espeso vello. Era la mano de Edward Hyde.
Creo que permanecí mirándola como medio minuto, hundido en el estupor del asombro, antes de que el terror despertara en mi pecho, tan devastador y súbito como un golpe de platillos. Salté de la cama y corrí al espejo. Ante lo que vieron mis ojos, mi sangre se trasformó en un líquido exquisitamente helado. Sí. Cuando me había acostado era Henry Jekyll y ahora era Edward Hyde. ¿Qué explicación tiene esto?, me pregunté. Y luego, con un escalofrío de terror: ¿Cómo se remedia? La mañana estaba bastante avanzada, la servidumbre se hallaba despierta y todos mis medicamentos estaban en el gabinete. Para llegar a este desde donde me hallaba (paralizado por el terror, debo añadir) tenía que bajar dos tramos de escaleras, recorrer un pasillo, cruzar el jardín y atravesar el quirófano. Podría cubrirme el rostro, pero ¿de qué me valdría eso si no podía ocultar la disminución de mi estatura? Sólo entonces caí en la cuenta, con una enorme sensación de alivio, de que los sirvientes estaban acostumbrados ya a las idas y venidas de mi segundo yo. Me vestí lo mejor que pude con un traje que me venía grande, atravesé la casa entera, cruzándome con Bradshaw que me miró y dio un paso atrás sorprendido al ver a Mr. Hyde a tal hora y con tan raro atavío, y diez minutos después el doctor Jekyll había vuelto a su apariencia normal y se hallaba sentado a la mesa del comedor con el ceño fruncido dispuesto a fingir que desayunaba.
Poco apetito tenía, como es natural. Ese incidente inexplicable, esa inversión de mi anterior apariencia me parecía, como el dedo en el muro de Babilonia, un anuncio de mi castigo. Y así comencé a reflexionar más seriamente que nunca sobre las posibilidades y circunstancias de mi doble existencia. Esa parte de mí mismo que yo tenía el poder de proyectar la había nutrido y ejercitado últimamente en grado sumo. Recientemente me parecía incluso que el cuerpo de Hyde había ganado en altura, que cuando me hallaba bajo su apariencia mi sangre fluía más generosamente, y comencé a sospechar que si ese estado de cosas se prolongaba corría peligro de que el equilibrio de mi naturaleza se alterara definitivamente, de perder el poder de cambiar a voluntad y de que la personalidad de Edward Hyde se convirtiera irrevocablemente en la mía. El poder de la poción no era siempre el mismo. Una vez, al comienzo de mis experimentos, me había fallado totalmente. Desde entonces me había visto obligado en más de una ocasión a doblar la dosis, y hasta una vez, con gran peligro de mi vida, a triplicarla. Esas raras ocasiones habían arrojado la única sombra de duda sobre lo que hasta el momento no había sido sino un completo éxito. Ahora, sin embargo, a la luz del incidente de aquella mañana, comencé a darme cuenta de que, si bien en un primer momento lo difícil había sido liberarme del cuerpo de Jekyll, últimamente el problema comenzaba a ser el opuesto. Todo parecía apuntar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a poco el control sobre mi personalidad primera y original, la mejor, para incorporarme lentamente a la segunda, la peor.
Me di cuenta de que ahora tenía que escoger entre una de las dos. Ambas tenían en común la memoria, pero las otras facultades quedaban desigualmente repartidas entre ellos. Jekyll (que era un compuesto) planeaba y compartía, ora con prudentes aprensiones, ora con gusto desenfrenado, las aventuras de Hyde. Pero Hyde era indiferente a Jekyll; todo lo más le recordaba como recuerda el bandolero la caverna en que se oculta de sus perseguidores. Jekyll sentía un interés más que de padre; Hyde manifestaba una indiferencia mayor que la del hijo. Unirme definitivamente a Jekyll significaba renunciar a aquellos apetitos a los que secretamente me había entregado siempre, apetitos que al fin había llegado a saciar. Entregarme a Hyde era renunciar para siempre a mis intereses y aspiraciones y verme de pronto y para siempre despreciado y sin amigos.
La opción quizá te parezca desigual, pero había otra consideración que arrojar a un platillo de la balanza, porque mientras Jekyll sufriría quemándose en el fuego de la abstinencia, Hyde no repararía siquiera en lo que había perdido. Por raras que fueran mis circunstancias, el planteamiento de esta elección es tan viejo y tan común como el hombre mismo. Tentaciones y temores muy semejantes son los que deciden la suerte de todo pecador, y así me ocurrió a mí, como suele ocurrir a la gran mayoría de los seres humanos, que me decidí por mi personalidad mejor y que me encontré después sin las fuerzas necesarias para atenerme a mi decisión.
Sí, elegí al doctor descontento y maduro, rodeado de amigos y que abrigaba honestas esperanzas. Renuncié resueltamente a la libertad, a la relativa juventud, a la ligereza, a los impulsos violentos y a los secretos placeres que había disfrutado bajo el disfraz de Hyde. Pero quizá eligiera con reservas inconscientes, porque ni prescindí de la casa del Soho ni destruí las ropas de Edward Hyde, que continuaron colgadas en el interior de su armario. Durante dos meses, sin embargo, permanecí fiel a mi decisión, llevé una vida tan severa como nunca lo hiciera anteriormente y disfruté de las compensaciones que proporciona una conciencia satisfecha. Pero con el tiempo comencé a olvidar mis temores, me acostumbré a las alabanzas que me dedicaba mi conciencia de tal modo que dejaron de halagarme; deseos y anhelos comenzaron a torturarme como si dentro de mí Hyde luchara por recuperar la libertad, y, finalmente, en un momento de debilidad moral, mezclé y apuré de nuevo la poción liberadora.
Supongo que cuando el borracho razona consigo mismo acerca de su vicio, ni una sola vez entre quinientas se deja influir por los peligros a que le expone su brutal insensibilidad. Del mismo modo tampoco yo había tenido en cuenta, a pesar de haber reflexionado muchas veces sobre mi situación, la completa insensibilidad moral y la insensata disposición al mal que eran las principales características de Edward Hyde. Y, sin embargo, ambas fueron los agentes de mi castigo. El demonio que había en mí había estado preso durante tanto tiempo que salió de su cárcel rugiendo. Aun mientras apuraba la poción tuve conciencia de que su propensión al mal era ahora más violenta, más descabellada. Supongo que fue eso lo que despertó en mi espíritu la tempestad de impaciencia con que escuché las corteses palabras de mi desgraciada víctima. Declaro al menos ante Dios que ningún hombre moralmente sano podía haber cometido crimen semejante por tan poca provocación y que asesté los golpes con la insensatez con que un niño enfermo puede romper un juguete. Pero es que me había despojado voluntariamente de todos los instintos que proporcionan un equilibrio y gracias a los cuales aun el peor de nosotros puede avanzar con cierto grado de seguridad entre las tentaciones. En mi caso, la tentación, por ligera que fuese, significaba irremisiblemente la caída.
Inmediatamente, el espíritu del mal despertó en mí con una furia salvaje. En un transporte de alegría mutilé aquel cuerpo indefenso hallando enorme deleite en cada golpe, y hasta que comencé a fatigarme no me asaltó el corazón, en la culminación de mi delirio, un súbito estremecimiento de terror. La niebla se disipó. Vi mi vida condenada al desastre y huí del escenario de mis excesos a la vez exultante y tembloroso, mi sed de mal satisfecha y estimulada, mi amor a la vida exacerbado al máximo.