Cuando se respeta, es lógico exigir respeto. Cuando no se avasallan garantías y derechos constitucionales, es coherente pedir que se responda con la misma tónica. Y cuando se usan adecuada y conscientemente los impuestos, es natural pedir que el beneficiado pague con la misma moneda de lealtad, sin "dibujitos evasores". Cuando no se respetan resultados electorales en procesos democráticos, cuando se niegan derechos elementales (oportunidades laborales, vivienda digna, libertad de expresión irrestricta, educación, seguridad, salud, defensa de las fuentes de trabajo y el cuidado del patrimonio nacional y los recursos naturales que pertenecen a todo el pueblo), cuando se secuestran ahorros de toda una vida, cuando no se responde por atentados, catástrofes, calamidades y epidemias evitables, lo menos que puede esperarse es una repulsa popular, que de ninguna manera debe ser interpretada como una actitud subversiva que incluya explosiones, saqueos y revueltas violentas, y -mucho menos- destitución del gobierno en ejercicio. El sistema merece todo el respeto del mundo, pero los que lo implementan con negligencia, con brutalidad, sin idoneidad ni resultados positivos a mediano plazo, tienen que hacerse cargo de la crítica adversa y de la opinión lapidaria del que se queda sin trabajo, sin dignidad y sin salud, y también de la censura del que -teniendo el privilegio de estar en una buena posición- se solidariza con los que sufren; cada cual con su estilo y personalidad se acordará de la parentela completa del mal gobernante o el funcionario trucho.
El arte de gobernar es, quizás, uno de los más complejos. Entran en juego tantos factores y hay tantos matices en la cosa pública que se hace harto difícil juzgar con objetividad la acción gubernamental. Pero, de todas maneras, cada uno tiene el derecho de gritar y reclamar desde donde más le duela, y así como cuando somos pequeños confiamos en que los mayores nos darán una guía correcta y una ayuda concreta desde su veteranía para no hacernos meter la pata, del mismo modo recriminaremos a nuestros mentores cuando los veamos hundidos en el caos y la pelea absurda, descuidándonos y dándonos los peores ejemplos.
Es muy frecuente oír a funcionarios quejarse amargamente de las críticas de los afectados y postergados, y verlos clamar por el respeto debido a las instituciones a las que ellos son los primeros en no respetar, aceptando cargos para los que no están preparados, repartiéndose lugares en la escala del poder de acuerdo a cualquier criterio menos el de idoneidad y conocimiento de los temas que atañen a la especialidad elegida, apoyándose en comisiones, asesores y acomodados arribistas que completan un concierto de incapacidad y burocracia.
Los que nos quejamos por lo que nos toca o por lo que toca a nuestro prójimo no somos enemigos del sistema, sino todo lo contrario, y -estemos en la vereda que estemos- no deseamos ningún linchamiento político y mucho menos un quiebre en el devenir de una democracia. Sólo nos alienta el deseo de que lo mediocre, anquilosado y corrupto se vaya y deje el paso libre a una armonía entre discurso y práctica.
No deberían confundir la puteada liberadora del perjudicado con el insulto gratuito de provocación, e interpretarlo como un pedido desesperado que brota del amor por una patria más grande y más justa. Pero, ya se sabe, el poder aísla, idiotiza al inteligente, y ni hablar del que es un poco tonto: a ése lo potencia y lo lleva al paroxismo de la estupidez. Y al no poder hallar las soluciones acertadas para los múltiples conflictos, opta por hacerse el escandalizado y gemir cual doncella acosada por un sátiro: "¡Qué falta de respeto a las instituciones!". El día en que se gobierne sin patotas, punteros mercenarios y oposiciones que únicamente intentan desprestigiar sin fundamentos claros, ese día el respeto surgirá solo y será amo y señor de las democracias sanas, fuertes y prósperas. Yo todavía las espero.