El
primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el
mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del
cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de
comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino
porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al
presidente Préval.
Haití
fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las
enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación
atribuyen a Inglaterra ese histórico honor.
Es
verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido
campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica
ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó
tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir
la esclavitud.
Nada
tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre
desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y
propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo;
y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo
escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar
reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones.
Mientras
tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia.
Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888.
Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el
mundo.
Haití
ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería.
Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este
año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que
los haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el
bien.
Desde
la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias.
Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del
hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos
especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros
sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la
salvaje herencia que viene del África.
El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos. De la maldición blanca, no se habló.
La
Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la
había resucitado: –¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las
colonias? El anterior. Pues, que se restablezca–. Y, para reimplantar
la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de
soldados. Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la
independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804,
heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña
de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda
francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón
Bonaparte.
A
poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización
gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del
pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo
país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que
actualmente equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44
presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo
llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura iban
multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención final. Para
entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
A
cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva
nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a
la soledad. Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo.
Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar
llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití,
con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que
hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en
su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a
Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar. En
realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países
independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran,
además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la
realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851,
Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En
1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años.
Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de
recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario
del presidente haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación
del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de
Nueva York.
El
presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los
hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los
ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron
el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho.
No
fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero,
Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido,
para escarmiento, en la plaza pública. La misión civilizadora concluyó
en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia
Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo
de democracia.
Lo
mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo
después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
Y
así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron
sumando las desventuras y los años. Aristide, el cura rebelde, llegó a
la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno de los Estados
Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento y una
vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la presidencia.
Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo
matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como
la gripe. Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores
que las tropas invasoras.
País
sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití
había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el
pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había
desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y
subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos
cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos
o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades
del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces
aparecen en los diarios. Ahora Haití importa todo su arroz desde los
Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente
bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y
subsidios que protegen la producción nacional.
En
la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay
un gran cartel que advierte: El mal paso. Al otro lado, está el
infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes. En ese infierno tan
temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de
recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría, recortando y
martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados
populares. Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de
su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su
gente.
Eduardo Galeano