SÁBADO SANTO.
A LA ESPERA DE LA RESURRECCIÓN.
Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra, un gran silencio y una gran soledad porque el Rey está durmiendo. La tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos.
Este es un día de reflexión y de silencio; la comunidad cristiana vela junto al sepulcro, ora y ayuna; callan las campanas y los instrumentos, se ensaya el aleluya, pero en voz baja. El altar está despojado, el sagrario, abierto y vacío; las imagenes cubiertas; la cruz sigue entronizada desde el Viernes. ¡Dios ha muerto! Él ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad.
Este es un día de ausencia. El Esposo nos ha sido arrebatado. Este es un día de reflexión y de silencio, de esperanza y soledad. El mismo Cristo está callado. Él, que es el Verbo, la Palabra, está callado.
Descansa: "Todo se ha cumplido".
Pero este silencio se puede llamar plenitud de la Palabra. Es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, urgida de esperanza no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento: "Nosotros esperábamos...", dijeron los discípulos de Emaús.
Pero este no es un día vacío en el que no pasa nada; al contrario, este día está en el corazón mismo del Triduo Pascual pues, entre la Muerte del Viernes y la Resurrección del domingo nos detenemos de un mismo y único misterio, el misterio de la Pascua de Jesús: Muerto, sepultado, resucitado: "...se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo...", se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, es decir hasta conocer al estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro.
Cristo, depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres. Está en el sepulcro; ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo a donde puede bajar una persona.
Jesús "descendió a los infiernos" afirmamos en el credo. Es decir, cruzó la puerta de la soledad, descendió al abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono.
Pero, el infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie. Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte. Y mientras protestamos contra las tinieblasde la muerte de Dios, comenzaremos a agradecer esa Luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.
Y junto a Él está María, la Madre heroica al pie del sepulcro. Pues mientras todos se retiraron sólo Ella, la Madre, consumida por el fuego impetuoso del amor, con fe de ánimo firme, se sentó junto a la tumba olvidándose de comer y descansar. Sólo Ella, la Madre, fue testigo de los hechos que precedieron la Resurrección. Y oyó auqel terremoto suave que despertó a los muertos y arrojó en el sueño a las guardias que velaban ante el sepulcro. En cambio, los discípulos habían huido en desbandada, rotas sus esperanzas. Solamente María conservó la fe y quedó esperando la resurrección de su Hijo.
Lo que los discípulos habían olvidado, María lo conservaba en el corazón: la profecía de la resurrección al tercer día. Y María esperó hasta el tercer día.
Mientras la virgen espera y es modelo de la Iglesia que anhela la Resurrección, es verdad aquello de que toda nuestra existencia es y será siempre un "sabado santo", es decir un día de espera de alboradas nuevas, de días radiantes, de prsencias aromadas del Resucitado en nuestra vida ya que "fuimos , pues, sepultados juntamente don Él por el bautismo en la muerte, para que, como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, asi también nosotros caminemos en nueva vida" (Rom. 6,4)
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