Ven para acá, me dijo dulcemente mi madre cierto día; (aún parece que escucho en el ambiente de su voz la celeste melodía).
Ven, y dime qué causas tan extrañas te arrancan esa lágrima, hijo mío, que cuelga de tus trémulas pestañas, como gota cuajada de rocío.
Tú tienes una pena y me la ocultas. ¿No sabes que la madre más sencilla sabe leer en el alma de sus hijos como tú en la cartilla?
¿Quieres que te adivine lo que sientes? Ven para acá, pilluelo, que con un par de besos en la frente disiparé las nubes de tu cielo.
Yo prorrumpí a llorar. Nada, le dije; la causa de mis lágrimas ignoro, pero de vez en cuando se me oprime el corazón, y lloro.
Ella inclinó la frente, pensativa, se turbó su pupila, y, enjugando sus ojos y los míos, me dijo más tranquila:
- LLama siempre a tu madre cuando sufras, que vendrá, muerta o viva; si está en el mundo, a compartir tus penas, y si no, a consolarte desde arriba...
Y lo hago así cuando la suerte ruda, como hoy, perturba de mi hogar la calma: ¡ Invoco el nombre de mi madre amada, y, entonces, siento que se ensancha el alma !