En la vida todo tiene un lado positivo y otro negativo. Los que ya tenemos una edad y pasamos por aquellos años dorados o no tan dorados de la infancia y la pubertad, esos años en los que la educación y la enseñanza fueron primordiales y necesarios para nuestra formación y desde luego muy diferentes en lo que se refiere a nuestros hijos y a la época actual, creo que nos agradaría recordar un poquito esas vivencias que nos han acompañado durante muchos septiembres y octubres, cuando oficialmente empezaba el curso escolar.
No voy a nombrar diferencias, ni a opinar si aquello fue mejor o peor, no es el caso ni el fin de esta entrada, solo me limitaré a recuperar aquellas memorias insólitas cuando desde la más corta edad comenzábamos lo que hoy se llama preescolar y entonces parvulario, hasta la enseñanza secundaria o el antiguo bachillerato. El colegio, el material escolar, las clases, libros, boletines de notas y hasta las huchas donde se guardaba el dinerillo conseguido el día de la colecta del Domund.
No voy a nombrar diferencias, ni a opinar si aquello fue mejor o peor, no es el caso ni el fin de esta entrada, solo me limitaré a recuperar aquellas memorias insólitas cuando desde la más corta edad comenzábamos lo que hoy se llama preescolar y entonces parvulario, hasta la enseñanza secundaria o el antiguo bachillerato. El colegio, el material escolar, las clases, libros, boletines de notas y hasta las huchas donde se guardaba el dinerillo conseguido el día de la colecta del Domund.
A los cinco años y a veces antes, la mayoría conocíamos perfectamente las letras, comenzábamos a leer nuestra primera cartilla y repitiendo a coro con musiquilla nos sabíamos de memoria las tablas de sumar, restar y multiplicar.
Fui al colegio a los siete años con todo ello aprendido, incluso conocía los viejos quebrados o fracciones, como ahora se llaman. Me refiero al colegio grande, al serio, porque hasta entonces mi "cole" era pequeño y la maestra de parvulitos y mi padre se habían encargado de enseñarme hasta dividir. La primera vez que entré en la Institución Teresiana, vestida con un uniforme gris y cuadros verdes, estaba asustada y a la vez orgullosa, me sentía mayor, era más alta que la mayoría de mis compañeras, cosa que no me agradaba mucho porque se me localizaba más fácil a la hora de hacer preguntas.
Una cartera de asas cortas, ( nada de mochila, ni de carrito), había que llevar buen peso a diario para dar paso a tanta escoliosis de espalda que tiempo después más de uno padecería. Un velo de tul blanco hasta la cintura para los actos de la Capilla, y una bolsa de tela también blanca para el bocadillo, aquella que salió disparada y fue a caer al río Arlanzón un día que jugaba enrollando su cinta en el dedo. Ja, ja, todavía recuerdo cómo voló la bolsa con el bocata y la tarjeta del autobús dentro. Ese era mi equipaje colegial.
¡Ah! olvidaba la bata, por supuesto blanca, para dentro de clase y el ridículo uniforme de gimnasia, ridículo y horrendo: unos bombachos de color azul oscuro con peto cruzado por detrás que se abrochaba con cuatro botones en la espalda, blusa, calcetines y playeras blancas ¡madre mía, parecíamos pingüinos batiendo las alas perfectamente alineados en el patio!. Los pantalones y el chandal se permitieron mucho más tarde.
Y vamos ya con lo interesante
¿Quién no recuerda las aulas y los pupitres de madera?
Ejercicios de problemas y caligrafías de Rubio
¿Quién no recuerda la enciclopedia de Álvarez o de Dalmau Carles?
Y el consabido Catecismo obligatorio en los centros religiosos
Y el consabido Catecismo obligatorio en los centros religiosos
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Las gomas de borrar de toda la vida
Las huchas para el Domund
En ninguna escuela podía faltar la regla, compás, escuadra y cartabón de madera, así como el globo terráqueo.
El pizarrín tampoco faltaba. Me encantaban las tizas de colores.