Recientemente falleció el conocido periodista Julián Lago, que popularizara en España el uso del detector de mentiras con el programa
La máquina de la verdad (Telecinco). Desde entonces, son numerosos los programas de televisión que incorporan el polígrafo para atraer el interés de la audiencia; en apariencia, estaríamos ante una máquina maravillosa capaz de distinguir quién miente y quién dice la verdad. Si esto fuera así, quedarían resueltos algunos de los grandes problemas de la humanidad: la administración de justicia, el espionaje y contraespionaje, la credibilidad de los políticos y hasta los asuntos de cuernos. Una pasadita por el polígrafo, ¡y todo resuelto!
Algo así vienen a sugerir quienes se ganan la vida con él, jurando y perjurando que sus máquinas son capaces de distinguir la verdad de la mentira en un porcentaje enorme de las ocasiones. Del 90 al 95%, dicen. Claman que numerosas instituciones estatales y privadas se apoyan en él para garantizar su seguridad. Se lamentan de que los tribunales y gobiernos de la mayoría de países no les crean. Apelan al público para que haga presión en contra de esta injusticia.
Es cierto que algunas instituciones estatales se han apoyado en el polígrafo para garantizar su seguridad, y de manera muy notable el Gobierno de los Estados Unidos, país donde se inventó el aparatito. Lo que omiten mencionar es que este apoyo ha resultado ser catastrófico. Decenas de espías al servicio de países extranjeros han pasado la prueba del detector de mentiras sin ninguna dificultad, como Aldrich Ames, que trabajó para la Unión Soviética entre 1985 y 1991. O Karel Koecher y Larry Wu-Tai, que se infiltraron en la mismísima CIA durante los años '80. O Ana Belén Montes, que hasta el año 2000 trabajaba a la vez para la Agencia de Inteligencia de la Defensa y para la Cuba de Castro. O Leandro Aragoncillo, espía al servicio de Filipinas y Francia que permaneció en la Casa Blanca hasta 2005. Todos ellos pasaron con éxito numerosas pruebas del detector de mentiras, y ninguno fue descubierto gracias a él.
En fin: que cualquiera diría que el polígrafo, incluso aplicado por los mejores expertos en poligrafía del mundo, no sirve para gran cosa. Hasta los espías de medio pelo se cuelan por entre sus redes. Sólo en una ocasión el detector de mentiras inició una investigación por espionaje, la de Harold Nicholson, aunque se ignora en qué circunstancias exactas. Tampoco parece que haya servido nunca para esclarecer un crimen, sin la aplicación simultánea de técnicas policiales o judiciales más convencionales. En más de setenta años de existencia, el polígrafo no ha demostrado jamás su eficacia como detector de mentiras por sí solo. Y lo que es más grave: tiende a acusar de mentir a los inocentes. ¿Cómo es posible, pues, que haya gozado y siga gozando de tanto crédito en tantos lugares?